Cuatro años desgastan cualquier relación. La convivencia cruje cuando el día a día se comparte con un grupo de personas heterogéneo en su personalidad aunque homogéneo en sus objetivos. Hay que hacer malabarismos para conciliar lo uno con lo otro. Pero la toma de decisiones o se torna reiterativa o no contenta a todos. Cuando en el acto de escenificación de la ampliación de contrato de Jagoba Arrasate el entrenador ya avanzó que venían cambios estaba cerrando una puerta y abriendo una nueva etapa. Era algo necesario, no solo por la obligación de renovar sino por la necesidad de cambiar cosas, algo evidente al contemplar el rendimiento de determinados jugadores, las lagunas en algunas demarcaciones sensibles y los periodos de apagón del equipo. Los cambios traen agitación y tensiones pero si comienzan a caminar correctamente derraman un manantial de ilusión. Y ahora mismo, el osasunismo es puro entusiasmo, un estado focalizado en la figura de Aimar Oroz. El canterano es el epicentro del cambio; Arrasate le ha dado una vuelta al sistema de juego para que el recién llegado tenga su sitio. Esto no había ocurrido en los cuatro años anteriores: los jugadores se adaptaban al dibujo que planteaba el entrenador. La presencia de un chaval con tanto talento, que gusta de producir fútbol moviéndose con libertad, que desequilibra en tres cuartos de cancha, que inventa, no puede estar sometida a los rigores de un 4-4-2, un 4-2-3-1 o vamos a presionar hasta reventar. Y Arrasate parece haber asumido esta premisa que por sí misma modifica los viejos hábitos, de la prioridad por el juego directo y la búsqueda de segunda jugadas, esquinando hoy a los centrales en la salida del balón y señalando a Moncayola para hacer rodar la pelota con criterio y hoja de ruta desde atrás. Con Aimar en el campo a Osasuna le cambia la cara y aún diría más: le miran de otra forma. El equipo sigue alimentando su organismo con jugadores de mucho músculo y temperamento combativo, pero la entrada en acción del muchacho sugiere al ánimo del aficionado que algo distinto puede pasar, algo, no diría nunca visto, pero sí poco habitual por estos lares. Aimar viene con la bandera del cambio y estas dos primeras victorias animan el nuevo proyecto tanto como la fe que la afición ha depositado en un equipo que parece abrir un nuevo horizonte. Porque después de enterrar la vieja solvencia de Osasuna en El Sadar, el mito del fortín inabordable, mostrarse fuerte y resolutivo como local, saber manejar los partidos a favor de ambiente, es una característica que también se había perdido la pasada temporada.

Todo este discurso teórico tiene una imagen simbólica. Sin pretenderlo o no (yo me inclino a pensar que sí), Arrasate fotografía este momento de cambio con el cruce de caminos de Aimar y Roberto Torres. El chico deja el campo mecido por una ovación estruendosa que le señala como el ídolo recién nacido; el veterano espera en la banda después de que Unai García se haya desprendido del brazalete de capitán y lo ha entregado a su legítimo dueño. La parroquia se rompe las manos aplaudiendo a uno de los hombres que les ha traído hasta aquí. El pasado y el futuro se entrelazan en el breve espacio de la línea de banda. El estadio ruge con una mezcla de orgullo y agradecimiento. Osasuna gana 2-0 al Cádiz y el cambio avanza inexorable.