ola, personas. Del tiempo hoy ni hablo. No puedo. Mis andanzas semanales esta vez me han llevado a unos cuantos kilómetros. El martes tuve que ir a Bilbao a hacer un mandado y hoy voy a hablar del Bocho, ciudad querida porque en ella pasé tres años de mi vida, tres años que no olvidaré jamás. Bilbao me acogió y me hizo sentirme uno más entre ellos, no llegué a hacerme socio del Athletic, pero porque no me gusta el futbol.

El martes tenía que ir a resolver un asunto a una empresa ubicada en Erandio, ese pueblo fabril y ribereño que está a medio camino entre Bilbao y Las Arenas. El paisaje que rodea esa zona es muy característico, de un lado la ría, con algún bote navegando, con sus restos de arqueología industrial, testigos de mejores épocas, sus, ya pocas, fábricas activas y algún astillero que otro del que aun salen enormes barcos que irán de Bilbao al mundo, de otro lado naves y empresas que empalman sin solución de continuidad. Una vez realizada mi tarea, dejé el coche allí y me fui a Erandio centro a tomar el Metro para acercarme a la urbe. Erandio siempre lo había visto en su parte más externa, la que da a la carretera, nunca me había metido en el pueblo y ciertamente es un pueblo al que no creo que le den el título de pueblo más bello de Vizcaya.

El viaje en Metro, antes de meterse bajo tierra, me permitió ver las fábricas por la parte de atrás, si la parte de adelante ya se muestra sucia y gris como suele corresponder a las factorías metalúrgicas, la parte de atrás es algo que no pasa la prueba del algodón, polvo, chatarra, edificaciones desconchadas, almacenes caóticos y un largo etcétera de una actividad que no ha parado ni un minuto para poner orden en su parte trasera.

Llegué a Bilbao y me apeé en la estación de la plaza Moyua, salí a la superficie y los recuerdos empezaron a pedir paso, yo trabajaba a dos manzanas de la famosa plaza elíptica, nombre oficioso de la Moyua, y esa era zona de ir y venir cotidiano. Tomé la Alameda Recalde -en Bilbao no hay casi avenidas, son Alamedas-, llegué a Iparraguirre, el último bardo, que me llevó derecho a saludar a Puppi, ese “perrito” vegetal fiero guardián del museo Guggenheim, crucé la Alameda Mazarredo y me planté ante esa faraónica obra, emblema del Bilbao del siglo XXI, que Frank Gehry levantó en terrenos que, hasta hace poco, solo habían conocido, grúas, hierros y barcazas.

Una vez dentro del templo del arte moderno me di una vuelta por la planta baja mirando hacía arriba y admirando el continente que siempre me ha gustado más que el contenido, la mejor obra de ese museo la firma su arquitecto. A continuación entré en la macro sala que acoge a Richard Serra, cientos de toneladas de acero cortén dan forma a unos espacios en los que el espectador entra, sale e interactúa con la obra. A continuación, subí al segundo piso a ver la exposición motivo de mi visita, la formada por la colección de coches de Norman Foster. Es impresionante, no hace falta ser un loco del motor y la gasolina ni del diseño industrial para saber admirar lo que allí se muestra. Coches y marcas míticas de todos conocidas, como Rolls, Jaguar, Bugatti, Mercedes o Ferrari, se mezclan con piezas desconocidas por el gran público de las que probablemente se fabricaron poquísimas unidades como el Dymaxion, cuya maqueta estaba a la venta en la tienda del museo al módico precio de 11.000 pavos, o el Pegaso Z-102 del que solo se fabricaron 84 unidades, una de las cuales se vendió hace 9 años en pública subasta rematando en 587.000 € de nada. No es posible reseñar aquí lo que ahí se muestra, os aconsejo una excursión a Bilbao que siempre vale la pena.

Antes de volver a tomar el metro para regresar a Erandio, me di una vuelta por el Bilbao que fue mi área de vida. Calles que recorrí, conocí, viví y disfruté durante tres años. Bilbao tiene un encanto especial, un sello de calidad que no es fácil encontrar. Entré por Máximo Aguirre, y por la pequeña calle de Teófilo Guiard salí al parque de Doña Casilda de Iturrizar, tras saludar a uno de los hermanos Tonetti que sonríe en una estatua que los homenajea, alcancé la Gran Vía, la atravesé a la altura del histórico bar Toledo, y por Gregorio de la Revilla llegué a la plaza Campuzano que me llevó a Rodríguez Arias. Por García Rivero, salí a Licenciado Poza que era mi calle, pasé bajo mi balcón en el número 34, paré un rato a mirarlo, afloraron al magín miles de recuerdos y seguí, nostálgico, hasta Alameda del Dr. Areilza donde tomé el metro que me devolvió a mi coche. Eran las 16 horas y del cielo estaba cayendo fuego.

Bilbao siempre vale la pena.

Aun me quedan unas líneas para, cambiando de tercio, explicaros otra cosita que he vivido esta semana. El viernes se leía en Condestable el fallo del jurado del XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín al cual yo había concurrido con un microrrelato de 204 palabras, tantas palabras como horas tienen las fiestas, tal como se requiere en las bases del concurso. La cita era a las 19 horas y allí que me planté esperanzado, pero no hubo suerte, el jurado consideró otras obras mejores que la mía, la cual traigo aquí porque a mí me gusta y quiero compartirla con vosotros. Es esta:

Las más sufridas.

Nos habían comprado un mes antes. Junto al resto del atavío nos habían guardado en el tercer cajón del armario, ahí estábamos preparadas para ser utilizadas formando impecable conjunto. Algunas éramos noveles, otros llevaban tralla a sus espaldas, así faja y pañuelo eran veteranos, sobre todo ella que ya empezaba a perder su vivo bermellón, pantalón y camisa eran nuevos, y nosotras también lo éramos. ¿Cómo no?, nosotras siempre lo éramos, nunca resistíamos dos ciclos festivos, nosotras éramos las más castigadas de todos. Nuestra suela esparteña, nuestra alba tela y el rojo trenzado de nuestras cintas hacían de nosotras una fina pieza con cientos de enemigos a nuestro alrededor. Pudiera ser que en la curva de Estafeta, acosadas por un Miura, el par se convirtiese en impar, nuestra blancura volaba en el primer tumulto arrancada a pisotones, nuestra suela lo era hasta la primera noche en que la lluvia se hacía presente y nuestras cintas resistían, pero de poco les servía en el conjunto maltrecho. Da igual cómo vaya la fiesta nosotras siempre somos la primera víctima. Tenemos un baile bautizado en nuestro honor, pero al final de la juerga vamos al contenedor de restos, ni siquiera servimos para el reciclaje.

El próximo certamen insistiré.

Besos pa tos. l

Facebook : Patricio Martínez de Udobro

patriciomdu@gmail.com

“Pasé tres años de mi vida que no olvidaré jamás. Bilbao me acogió y me hizo sentirme uno más entre ellos, no llegué a hacerme socio del Athletic, pero porque no me gusta el futbol”