Hola personas, ¡¡¡chanchatacháaaan, tatacháaaan, tatacháaaan, tatacháaaan…!!!, suenen, toquen y redoblen todos los instrumentos del orbe, vuvuzelas y chuflainas, flautas, pínfanos y requintas, panderos y tamboriles y cualquier cosa de sonar para anunciar al mundo entero, que este ERP que aquí comienza es el número 300. 300 domingos llegando a vuestras manos para intentar haceros pasar un rato agradable leyendo mis martingalas, mis chuminadas y mis andanzas. Espero haberlo conseguido. Gracias a todos por seguir ahí. A ver si lo doblamos y llegamos a los 600. Será a finales de 2029. Sostahecho. Ya falta menos.

Y vosotros ¿qué?, ¿sobrevivís?, pues, hala, ánimo que aún queda un tramo por recorrer de estas “entrañables” fiestas. ¿Preparado el disfraz para esta noche?

Esta semana van a ser dos los paseos a relatar.

Veamos.

El primero tuvo lugar el día de Navidad. La mañana era soleada pero fría, lo cual me aconsejó ponerme más capas que una cebolla y proteger mis ideas con una buena gorra y enfundar mis manos en delicados y acogedores guantes.

Salí de casa, ni tarde ni pronto, y enfilé dirección sur, es decir, calle de D. Francisco Bergamín dirección Jesuitas. Pasado el colegio de la Inmaculada, que talmente se llama el jesuítico centro, enfilé la carretera de Tajonar y la meteorología me ofreció un delicioso lienzo. El sol, potente y altivo, iluminaba con fuerza los tejados, tiñéndolos de plata, al fondo, sobre un cielo insultantemente azul, se recortaba la sierra de Tajonar, ante ella un algodón blanco de nubes se anclaba a la tierra y la alta torre de Arrosadía se recortaba, solitaria, sobre él. Bajé hasta la de Monjardín que tomé haciendo ¡izquierda, ar!, y en nada doblé a la derecha para tomar la Calle Mutilva que, como su nombre indica, me llevaba a mi destino. Tras ella Lezkairu con sus nuevas y modernas construcciones, casas con tecnología pasivjaus y cosas de esas. El sol empezaba a calentar y el frío inicial empezaba a suavizarse. Fui atravesando las nuevas y numerosas calles que le han nacido al viejo Soto y llegué al límite con las Mutilvas. A mi izquierda la Alta, a mi derecha la Baja, opté por esta última y tomé el ramal en el que se encuentra el colegio Irulegi.

Seguí por una calle en la que se alinean, a ambos lados, una cremallera de chalets de colorines, con sus jardines bien cuidados y poblados de enanitos, cervatillos y demás población al uso. Uno de ellos tenía un bonito belén sobre un estanque, con sus piedras y su musgo, en el que no faltaban peces de esos que beben y beben y vuelven a beber. Junto a la escena navideña, dos señales de dirección indicaban en un sentido Mutilva, en el contrario Belén. Tomé el primero y llegué a la Baja. Hacía años que no estaba por allí y me gustó lo que vi. Se han levantado chalets, pero sin abigarrar la zona y el pueblo sigue bastante fiel a como era. La iglesia me pareció que la habían integrado al edificio del Ayuntamiento, pero bien conservada y respetada, en su porche había un belén con mucho arte, se veían manos expertas en su factura, todo esto en una gran plaza con un edificio en semicírculo que en sus bajos albergaba algún bistró a cuyas terrazas los vecinos empezaban a llegar para disfrutar del aperitivo navideño sentados al rico sol del mediodía llenando la zona de vida y bullicio infantil. Seguí mi paseo dirección Mutilva Alta a la que llegué por entre casas de nuevo cuño que desconocía por completo, una zona, para mí, totalmente nueva. Salí de la plaza por la calle Mayor, seguí por Avenida del Sadar, tomé la Plaza del Castillo de Irulegi y por la Plaza Ilundain llegué a la Plaza Arbide (en realidad son calles, pero ellos les llaman plazas) en este punto vi a lo lejos el almacén de maderas Ozcoidi y entonces supe dónde estaba. Los edificios tenían un nexo en común: en todos ellos olentzeros y papás noeles trepaban intrépidos por las fachadas.

Abandoné la Baja pasé a la Alta y regresé a Lezkairu para volver a casa tras dos horas de reconfortante paseo. La ropa de abrigo ya me sobraba.

El segundo paseo que hoy quiero traer aquí lo llevé a cabo el jueves. Me eché a la calle con un objetivo muy concreto, había quedado con un amigo que vive en el edificio Singular y que me iba a facilitar la entrada a la azotea más alta de Pamplona para poder ver la ciudad desde tan privilegiada atalaya. Me acerqué a la Plaza de la Cruz, desanclé una de esas maravillosas bicis del Ayuntamiento y en menos que canta un gallo la estaba anclando en Antoniutti. Llamé a quien me esperaba, bajó y subimos al techo de Pamplona. La verdad es que impresiona un poco esa altura. No es mucha, creo que son 15 pisos, pero impone mirar hacia abajo. Lo que no impone, sino que deleita, es mirar al frente, mires para donde mires. De un lado la verde y extensa Ciudadela con su circundante Vuelta del Castillo. El conjunto es apabullante, el luminoso verde de la hierba se equilibra con el apagado gris de la piedra y ofrecen un cromatismo espectacular. En la parte más cercana a nosotros vemos el Revellín de Santa Ana, frente a él el paño de muralla que unía el baluarte de la Victoria, condenado a muerte aquel fatídico 22 de agosto de 1888, con el baluarte de Santiago, más allá el revellín y contraguardia de Santa Isabel que sustentan el camino que lleva a la puerta del Socorro, les sigue el baluarte de Santa María y el resto de construcciones defensivas. En el interior Cocina, Mixtos, Polvorín, Armas y Cuerpo de guardia son los pocos edificios que burlaron la piqueta y que han quedado como testigos de tiempos pasados.

Siguiendo la vista a la derecha vi una infinita Avenida de Pio XII, frente a mí la bonita Torre de Erroz, a la derecha el populoso barrio de San Juan, luego la Taconera, auténtico bosque urbano, el convento de las Recoletas marca el límite y ahí comienza la parte vieja. Las casas y tejados se arraciman sin solución de continuidad, ¡cuántas historias bajo esos tejados! si no fuese por las torres de las iglesias sería difícil ubicarse, pero ahí sobresalen, enhiestas, altivas, San Lorenzo, San Cernin, San Nicolás y a lo lejos las torres gemelas de la Catedral. San Agustín, aislada, nos marca su zona. Dejamos lo viejo y la vista discurre por el ensanche, con edificios más reconocibles y espacios más abiertos. Al fondo San Jorge, la Rotxa, la Txan, Burlada y Villava se hacen uno. La visita duró casi una hora y mi cámara echaba humo, todo lo que pude me lo llevé para casa.

Solo me resta desearos a todos un feliz año nuevo, Urte berri on.

Que todo os salga a capricho. Sed malos.

Besos pa tos.

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