Hola personas ¿Qué tal va el verano?, ánimo. Esta semana me he dado uno de los paseos más atípicos de los 333 que llevo realizados. Veamos de qué se trata. Hace años que sabía de la labor de Jenaro Laborra coleccionando toda suerte de enseres domésticos, industriales, agrícolas, comerciales, religiosos, culturales, escolares, técnicos, de uso social, artesanales, etc. etc. de hecho yo, años ha, le vendí alguna cosa para su colección, y sabía que todo aquello iba tomando forma en un museo que él poco a poco iba llenando en su querida Sangüesa.

Hace tiempo, que le debía una visita y el martes a las 10 de la mañana quedé con él. Llegué puntual, me esperaba frente a la maravillosa iglesia de Santa María. Aparqué el coche, le entregué un viejo molinillo de café que le llevé a modo de contribución a la causa y nos dirigimos a su, ya famoso, Museo Casa Jenaro. En una calle cercana al Palacio del Marqués de Vallesantoro, en el número 16 de la calle Isidoro Gil, se encuentra una típica y modesta casa de la zona que de no ser por su llamativa puerta, en la que blanco sobre rojo se lee el nombre y función de la misma, pasaría desapercibida. Jenaro abrió, me franqueó el paso, entré, abrí la boca y ya no la cerré hasta tres horas y media después que fue el tiempo que invertimos en verlo todo. ¡Qué maravilla! Quién no sea amante de las antigüedades y de los cachivaches de otros tiempos quizá no comparta esa opinión pero lo dudo mucho, yo creo que la obra de Jenaro a nadie deja indiferente, porque no son un número indefinido de objetos de otros tiempos lejanos, de otros siglos, desconocidos, que te pueden dejar frío, no, son objetos de hace unas décadas y casi todos ellos han formado parte de nuestras vidas y de nuestra cotidianeidad. Así, por ejemplo, nada más entrar en el museo se encuentra el ultramarinos, aquella tienda de pueblo que vendía desde alubias a alpargatas, o desde un kilo de café a un mango para la azada, y en la estantería más cercana a la entrada se exhiben un montón de rollos de papel higiénico El Elefante, aquel engendro que durante años fue la única alternativa al papel de periódico y que estaba muy mal inventado ya que por un lado rascaba y por el otro patinaba, no llegando a cumplir su función en ninguno de los dos casos. Pero era el tuerto en país de ciegos y se vendieron millones de rollos llegando a ser hoy, como podemos ver, pieza de museo. Junto al paquidermo, se apilaban varios botellines de Netol con la imagen de aquel mayordomo mofletudo que se afanaba en limpiar la plata con un paño humedecido en su producto, y a su lado Nórit con su corderito, y encima la botella de Zotal y junto a ella la de Sidol, y los rollos de estropajo de esparto y el asperón, y un montón de productos más que no faltaban en las cocinas de nuestras abuelas. En su habitáculo una enorme caja registradora marca National daba cobijo en su cajón a los Reyes Católicos y a Echegaray en verde, a Zuloaga y a Verdaguer en azul y a Bécquer y Julio Romero de Torres en marrón. Una balanza Cely, un molino de café, un servidor de aceite a granel y un block de albaranes, para las ventas fiadas, componen el resto de las herramientas del tendero. Por allí encima también se dejaban ver cartillas de racionamiento y vales para poder comprar pan, memoria de tiempos grises.

Pasado el colmado entramos en la tasca, barricas, botas, sifones, viejos licores, carteles taurinos, veladores y una guitarra dan vida y ambiente a la zona de esparcimiento. Rápidamente Jenaro tomo entre sus manos la guitarra y se arrancó con un bolero, al que siguió un poco de blues y un poco de rock and roll, porque este hombre es una caja de sorpresas. Antes de seguir la visita vamos a conocerle un poco. Sangüesino de cuna, fue recriado en Elizondo por destino laboral de su padre, miembro de una familia de 7 hermanos, alumno de Lecároz, fue un muchacho raro, ya de niño le gustaba coleccionar todo lo que caía en sus manos, pero que un niño guardase como tesoros postales de maniquíes con vestidos de moda, o que quisiese ser bailarín en vez de futbolista, o que los domingos prefiriese ir a tomar un café con unas amigas en vez de ir al bar con sus hermanos a jugar al mus, o que le gustase sobre manera la música aprendiendo de oído a tocar el piano, el saxofón, el acordeón o la guitarra no era lo normal en el Elizondo de los años 60. Tenía todos los boletos para que le tildasen de mariquita, nadie se ofenda, veamos esta situación con los ojos de la época, y siendo muy joven cogió su guitarra y se fue a Bélgica donde sobrevivió 4 años. En vista de que su familia no iba a transigir con sus gustos se avino a lo socialmente bien visto, sacó plaza en un banco, donde trabajó hasta su jubilación, alternando este trabajo con el de monitor de natación y atletismo, otras de sus pasiones. Se casó con su querida Carmen y formó una familia, pero nunca abandonó sus aficiones, es gran bailarín, buen músico, coleccionista patológico, gimnasta cotidiano y un hombre con una sensibilidad fuera de lo normal.

Dicho lo cual sigamos viendo en el poco espacio que nos queda todo lo que allí vi. De la tasca pasamos a una carpintería que se encuentra junto a la barbería con sus asientos blancos y giratorios, sus navajas y sus maquinillas, Jenaro va explicándomelo todo con gran pasión, la misma vehemencia pone al explicar el mecanismo de un afilador de cuchillas de afeitar que el hallazgo de una extraña máquina de rayos X. Vimos una sala dedicada a aparatos electrónicos, proyectores de cine, una máquina de discos a 5 pesetas la canción y la primera Azkoyen cargada de Celtas, Ducados e Ideales. De ahí pasamos a salas que solo enumeraré, ya las veréis con calma cuando vayáis por allí, no os lo podéis perder. Lo siguiente fue un despacho, en el que una vieja factura de Conservas Chistu, del 10 de octubre de 1957, a nombre de la Viuda de Demetrio Aranguren, con tienda en la avenida de Marcelo Celayeta 1, aún está en el rodillo de la negra máquina de escribir; un aula de una escuela, en donde encontré mi libro de lectura de los maristas, El libro de España, se llamaba; una capilla, que alberga incluso un torno de aquellos que tenían los conventos de clausura; un laboratorio, un taller de un zapatero remendón, otro de costura, una habitación equipada con todo lo que en ellas había, una sala de música que tiene hasta el gramófono de Edison, una vieja cocina, un pajar con miles de aperos de labranza, un patio con pozo y fuente y todo lo que os podáis imaginar. Jenaro no ha reunido un museo, ha reunido un mundo y vale la pena dar la vuelta a ese mundo tan especial que está en “la que nunca faltó”.

Quien quiera concertar una cita encuentra teléfono y horarios en Google.

Yo volveré.

Besos pa tos.

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