Hola personas. Antes de entrar en harina quiero hacer un inciso. Desde aquí, quiero enviar un sentido adiós a Miguel Echauri, uno de los mejores pintores que ha dado esta tierra y que se ha ido a pintar bodegones y paisajes a otros lares. Hombre culto que, junto a su inolvidable hermano Fermín, nos han legado una fundación llena de arte que espero que a quién corresponda esté a la altura de las circunstancias para que perdure. Hasta siempre, maestro.
Y ahora a lo nuestro. ¿Qué tal ha sentado el comienzo de curso?, ¡allá está julio!, pero…ya falta menos. Yo, sin embargo, me encuentro en pleno periodo vacacional y esta semana la he pasado de aquí para allá haciendo kilómetros. Vamos a verlo.
El lunes cogí el perolo y encalomé rumbo a Andorra, principado en el que viven mis descendientes, hija y nietas. Para llegar allí hay dos opciones, una llegar a Lérida y tragar unos cientos de kilómetros de aburrida autopista y otra ir a Huesca y pasar unas horas dando curvas y curvas y más curvas, pero para mí merece la pena, el paisaje es más agradable y el camino más entretenido, siempre voy por ahí. Tras cinco horas de viaje crucé la frontera, el poli ni me miró, si lo llego a saber me subo un par de millones para ingresar en el AndBank o en la Banca Mora, me hubiesen recibido con alfombra roja, imagino, sospecho, supongo, yo por lo que me han contado, no vayáis a pensar que yo…
Eran las 16 horas cuando llegué. Fui a buscar a mi niña a su trabajo, lo cual le dio una gran sorpresa porque no me esperaba, y la rescaté del currelo. Tras comer algo y tras el debido sesteo, el paseante salió a pasear por las calles de las tiendas y vio que nada ha cambiado. Todo era un ir y venir de personas desocupadas, su actitud les delata, van despacio, mirando a derecha e izquierda, parando en este escaparate, entrando en esta tienda, saliendo de aquella otra. Los hay de todo tipo y condición: la pareja fina y un poco pija, con su perrito de raza y sus ropas de marca, que pega la nariz en el escaparate de una tienda de la que toda su fachada es un enorme letrero que pone Rolex; la familia joven con dos o tres niños chillones y alborotadores que quieren de todo y que van de bazar en bazar, un reloj aquí, un perfume allá; la familia más popular malvestida de chándal, todos ellos entraditos en kilos, que van de híper en híper cargados de bolsas, de cartones de tabaco y de botellas de JB y que rematan la tarde en un McDonald; el matrimonio mayor, pausado, elegante, que entra en una joyería, a dejar algún billete de los gordos, a quienes un elegante joyero atiende solícito; la cuadrilla de zangolotinos que van solo a las enormes y apabullantes tiendas de moda en donde encuentran, en plaaan, tía, tía, todas las marcas guapas, tía, en plaaan y les renta; deportistas que tienen en Villadomat su paraíso del esquí y la montaña; y un largo etcétera que conforma el catálogo del público que visita Andorra. Quien no ha estado nunca se asombra de ver, rodeadas de altas montañas, unas calles llenas de hoteles de muchas estrellas, con todo tipo de restaurantes y cientos de tiendas donde se encuentran las mejores marcas de todo, relojería, telefonía, fotografía, moda, zapatería.
Pero lo bueno que tiene ese pequeño país es que en escasos metros abandonas ese bullicio y te encuentras rodeado de una naturaleza espectacular que nada tiene que ver con lo anteriormente descrito, en la que un valle inmenso da entrada a otro mayor. En el campo andorrano no solo hay montes y pistas de esquí inacabables sino que, atravesados por pequeños riachuelos, encuentras pueblos centenarios, que han sido, y son, muy respetados, con todo su sabor, con sus construcciones originales para secar el tabaco, con sus casas de piedras negras y tejado de pizarra, con restaurantes típicos donde puedes disfrutar de la deliciosa “cuina casolana” y con un gran número de iglesias prerrománicas, como Sant Joan de Caselles, Santa Coloma o Sant Miguel de Engolasters, entre otras muchas, que a los aficionados al tema nos llenan el espíritu.
Y todo esto en sus 468 km2. Andorra vale la pena.
Tras pasar un par de días con mi familia, el miércoles de par de mañana volví a tomar los mandos de la nave y enfilé a los madriles, en donde tenía que hacer un recado. Salí de par de mañana y la lluvia fue mi compañera desde el primer minuto, entre ella, las curvas y los camiones, llegar a Lérida fue un calvario. Ahí la cosa mejoró y tomé autopista hasta Zaragoza en donde un letrero me indicó que para llegar a Madrid me quedaban aun más de 300 km, paciencia, me dije, ya llegaré, y así fue, tras siete horas de viaje hice mi entrada en la gran urbe. Tomé tierra en la casa que siempre me da asilo cuando por allí me acerco, comí un poco, descansé otro poco y llamé a la persona que me esperaba para entregarme un mueble. Quedé con ella en un lugar para mí desconocido, pero puse ese invento que sabe ir a todos lados y que te va guiando y fui un paseante conducido: en 200 metros colóquese a la derecha, en 300 metros salga de la rotonda en la tercera salida y colóquese a la izquierda, en 100 metros colóquese a la derecha y habrá llegado a su destino. Y así fue, y mi destino estaba en un barrio de Madrid que no conocía pero que me gustó mucho, calles tranquilas, no muy anchas, con poca circulación, con chalets ajardinados, con aspecto y sabor de estar ahí desde los años 50. Casas nuevas de pocas alturas habían sustituido a algún chalet cuyo propietario abrió los oídos a la oferta económica que, según me contó mi amiga Clara, que era quien me esperaba, eran ofertas muy suculentas. Es difícil mirar para otro lado ante ciertas cifras. Algunas terrazas, en plazas arboladas, en las que los vecinos disfrutaban de su tiempo libre, completaban la escena urbana. Ya de noche volví a mi redil guiado por mi guía sabelotodo y descansé como un lirón hasta la mañana siguiente que me esperaba la vorágine madrileña para realizar otro recado.
A media mañana este paseante de paseos pequeños y nada agresivos entraba por la Plaza de Castilla para hacerse presente en la batalla del Paseo de la Castellana, aquello es un sálvese quien pueda y moco verde el último. Me había aprendido de memoria mi recorrido: todo para adelante hasta rebasar los Nuevos Ministerios y entonces doblar a la derecha por Ríos Rosas y luego la segunda a la izquierda. Bueno, mal que bien y con alguna metedura de pata que solventé, llegué a mi destino, ¡qué locura! Realicé mi recado y me puse de nuevo a los mandos sin perder un segundo, dando orden a la máquina de que me guiase a la salida hacia mi Pamplona añorada en el menor lapso de tiempo posible. Cuatro horas después entraba por Cordovilla.
Aleluya.
Besos pa tos.
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