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Vidas ejemplares

“Agustinico”, el último casta

Carlista convencido, veterano de la Guerra Civil y marcado por dos gravísimos accidentes, “Agustinico” pertenece a aquella extinta saga de pamploneses protagonistas de mil anécdotas, que hoy se considerarían inverosímiles.

“Agustinico”, el último castaFoto del archivo familiar

Los hermanos Ángel y Agustín Celaya Zazu llegan a la cita con muchísimas ganas de recordar las aventuras de su padre, del que hablan con una mezcla de admiración, nostalgia y cariño. Enseguida, mientras desparraman sobre la mesa todo tipo de papeles, fotos y recortes de prensa, comienzan a desgranar la vida de su aita. Agustín Celaya Navarro nació en Pamplona durante la Primera Guerra Mundial, prácticamente a la vez que la revolución rusa. Era hijo del pamplonés Bernabé Celaya Lacunza, sastre de profesión, y de Justa Navarro Cía, también de Pamplona. Y además de Agustín, el matrimonio tuvo tres hijos más, llamados Saturnina, Jaime y Villar. Según recuerdan sus hijos, Agustín tuvo algún tipo de accidente grave siendo aún bebé, que le dañó de manera irreversible la columna, retorciéndosela y dejándolo anclado para siempre en una estatura de 1’40 metros, algo inverosímil incluso para la época. Estudió en las desaparecidas escuelas de la plaza de Compañía, aunque cuando tenía nueve años marchó a París con un tío suyo que trabajaba en la embajada española. De allí volvió, al cabo de dos años, dominando el francés y con rudimentos de violín. Muchos años más tarde, aquel instrumento musical terminaría destrozado en una montonera del encierro, a donde Celaya había acudido con la inexplicable intención de tocar música. Vuelto de París se puso a trabajar como pastelero en “La Dulce Venecia”, confitería que hasta hace no muchos años estuvo abierta en la calle Mercaderes.

Carlista empedernido

En agosto de 1936, y cuando tenía 21 años, Agustín se enroló como voluntario en el requeté Tercio de Santiago. Como suele ser habitual en estos casos, no le gustaba nada hablar de la guerra, a la que él se refería como “la bronca”, aunque gracias a varios documentos sabemos que luchó en el frente de Somosierra. De aquella época recordaría sobre todo los 26º bajo cero que hubo de soportar, y que sacaba a relucir cada vez que alguien se quejaba de frío en su presencia. De regreso a Pamplona se empleó en la fábrica de caucho de Cuatro Vientos, y se casó con Dolores Zazu Lamas, “Lola”, una neska de Villava, cinco años más joven, con la que tendría la friolera de nueve hijos, siete chicos y dos chicas. Los hermanos recuerdan que vivían en un piso-alforja situado en la esquina entre Chapitela y Calceteros, y que, cuando los nueve hijos le pedían la paga al unísono, Agustín solía poner cualquier excusa para pasarse al otro lado de la casa, aprovechando para escapar por las escaleras. Forofo seguidor de Osasuna y socio del Muthiko, Celaya conservó siempre su ideología carlista, fue cofrade de la Hermandad de la Pasión y católico practicante, hasta el punto de privarse de fumar durante la Semana Santa. Como carlista “auténtico” renegó de Franco, a quien consideraba un traidor, y asistía cada año a las semiclandestinas concentraciones de Montejurra, por las cuales luego recibía la “visita” de la policía secreta, y la correspondiente multa. Aquello le daba igual, y utilizaba cualquier excusa para manifestar su pasión legitimista. Así, por ejemplo, cuando por Navidad pasaba bajo su casa la cabalgata de los Reyes Magos, él solía proferir desde la ventana desaforados “¡Viva el Rey!”, asegurándose de que los oyera cierto policía que vivía justo enfrente.

Accidente

La vida de Agustín hubiera podido terminar el 5 de enero de 1953 cuando, debido a una explosión de gasolina, ardió por completo la fábrica de caucho donde trabajaba, hiriendo a cinco empleados. El más perjudicado fue el propio Celaya, que se quemó manos, pies y rostro, hasta el punto de quedarse sin párpados, teniendo que utilizar desde entones unas gafas oscuras para proteger sus ojos. Y pudo ser aún peor puesto que, cuando se vio envuelto en llamas, Agustín se tiró al río, habiendo de luchar entonces a la vez contra el fuego y contra el agua, puesto que no sabía nadar. Unos vecinos de la Rotxa le salvaron la vida, sacándolo del río cuando estaba a punto de ahogarse. Las consecuencias de aquel accidente fueron terribles, tuvo que llevar vendajes durante años, como puede apreciarse en algunas fotografías, y tras dos años de baja fue despedido de la empresa, teniendo que trabajar desde entonces cobrando recibos a domicilio. Los hermanos Celaya recuerdan aún la imagen tétrica que componía su padre cuando estaba dormido en la cama, con los ojos abiertos, sin párpados, con los vendajes de la cabeza y una txapela por encima, que no se quitaba ni para dormir. El accidente dejó además a la familia en una situación muy precaria, y tuvieron que alquilar una habitación a un inquilino, un montañés que les hablaba en su euskara salacenco. Con el matrimonio, los nueve hijos y el inquilino, el hacinamiento en la casa era inevitable, y ello acarreó algún incidente. Una noche de San Fermín la madre, Lola, convenció a su propia madre para que se quedara a dormir en casa, y la acostó en la cama del matrimonio. Y cuando, terminada su francachela, Agustín regresó a casa, se acostó sin sospechar que la que estaba en la cama era su suegra. Iniciadas ciertas maniobras de aproximación, la pobre mujer saltó espantada de la cama, montando un escándalo considerable pero evitando, al menos, males mayores. Como consecuencia de aquello la buena señora acudió a su parroquia a confesarse ¡tres días seguidos!, y no cejó hasta que el cura le certificó de forma indubitable que no había cometido pecado alguno.

El bombo de Celaya

Agustín Celaya salía siempre de parranda con un bombo, recuerdo de la banda militar de su regimiento durante la guerra. Y no se separaba de él ni a sol ni a sombra. Una noche un vecino, cansado del concierto de bombo, le tiró un balde de agua desde la ventana, y el bueno de Agustín, empapado, marchó a casa, cogió un paraguas y volvió al mismo lugar, continuando con su recital... a cubierto. Con todo, la más conocida anécdota con aquel instrumento tuvo como protagonistas involuntarios a sus hijos. Según me cuentan, un día de San Fermín de los años 70 un turista americano se encaprichó del bombo, y no paró hasta que Celaya se lo vendió, tras ofrecerle una cantidad exorbitante de dinero. Poco después, sin embargo, cuando el yanki entraba en el bar Sixto de Estafeta tocando su nueva adquisición, se encontró de bruces con Ángel y Agustín, los hijos, que comenzaron a increparle a cuenta del bombo. Literalmente, no se creían que su padre lo hubiera vendido, y las explicaciones algo altivas del americano terminaron por sacarles de quicio. Dieron una tunda al extranjero y se llevaron el bombo. La anécdota termina al día siguiente cuando, al despertar “Agustinico”, encontró su bombo a los pies de la cama, atónito y sin comprender cómo había “vuelto” a casa. Eso, por no hablar del pobre americano, que se fue para casa apaleado, sin bombo y sin dinero.

Final

Tras una larga y amena conversación, pregunto a los dos hermanos Celaya por los últimos años de su padre, y ambos coinciden en señalar que el bueno de Agustín murió de pena. Su compañera de toda la vida, Lola Zazu, le dejó un 24 de junio de 1983, con tan solo 63 años, y “Agustinico” ya no levantó cabeza. Apenas salía de casa más que para bajar al cementerio, plantarse junto a la tumba de su mujer y hablarle como si estuviera aún viva, contándole que había hecho esto o lo otro, y que se había comprado tal o cual cosa. Y perdió entonces aquella alegría de vivir que ni su espalda maltrecha desde bebé, ni los sinsabores de la guerra ni su rostro deformado por el fuego le habían podido arrebatar. Murió el 28 de abril de 1984, menos de un año después que Lola. Según me cuentan sus hijos, la última anécdota relacionada con Agustín Celaya se produjo en el año 2015, es decir 31 años después de su muerte. En aquel momento, y según datos que he podido comprobar personalmente en la prensa (Diario de Noticias, 18-1-2015), la administración del Estado reconoció a Agustín Celaya Navarro la invalidez por causa de su accidente en la fábrica de caucho, y le mandaba la correspondiente tarjeta acreditativa. Cuando llevaba 31 años en la tumba, y cuando había pasado la friolera de 69 años desde la fatídica explosión. No me dirán que no es como para reírse...