Una infancia llena de estrecheces

Juan Erce Gómez nació en la calle Navarrería número 9, tercer piso, el 4 de diciembre de 1924. Fue uno de los siete hijos de Nicolás Erce Tejada, natural Berceo (La Rioja), y de una joven aezkoana, llamada Melchora Gómez Galende, cuya familia tenía un hostal en la calle Mañueta. Nicolás abrió una diminuta peluquería, en el número 15 de la propia calle Navarrería, donde tres generaciones de peluqueros han desempeñado su oficio durante más de un siglo. Sabemos por boca del propio Juan que no tuvo una infancia fácil. Según contaba, le expulsaron de varios colegios por robar los bocadillos a sus compañeros, “cuando iban a misa me escondía en los baños y luego iba a por los almuerzos”, contó él mismo en una entrevista. También solía mentir a sus maestros, diciendo que su madre se había marchado al pueblo, para que le dejasen quedarse a comer en las cantinas escolares, y capturaba además pajaricos para cambiarlos por comida. Llegó a convertirse en un especialista en esta técnica, pues afirmaba que llegó a capturar 400 cardelinas en un solo día, “si no fuera por las cardelinas me hubiera muerto de hambre” solía decir.

Peluquero y cazador

Con una infancia tan llena de estrecheces Juan tuvo que ponerse a trabajar muy pronto en la peluquería, “me subía a un cajón de higos para dar jabón en la cara de los clientes que iba a afeitar mi padre” contó en alguna ocasión. Con el tiempo heredó el establecimiento y se casó con una joven de Lerín, llamada Fabiola Lacabe Olleta, con la que tuvo cinco hijos, llamados Fabiola, Juantxo, Carlos, Alberto y Ana. Es con el cuarto de ellos, con Alberto, que actualmente regenta la peluquería, con quien nos hemos citado para tomar un café y desgranar sus recuerdos. Gracias a él sabemos que la madre murió joven, en 1987 y cuando contaba 59 años, lo cual muy probablemente favoreció la veta callejera que siempre caracterizó al peluquero. “Pijuti” metía además todas las horas del mundo, no cogía vacaciones, y los domingos marchaba por los pueblos de la cuenca, en bicicleta, a cortar el pelo. Alberto rememora con nostalgia que sus únicas salidas familiares consistían en marchar a Zubiri, de vez en cuando, para comprar pan “cabezón” y unos txantxigorris. Fuera de eso apenas dejaba el trabajo más que para su gran afición, la caza. Y es que, desde muy crío, capturando pajaricos con su padre por las campas del Sadar, de la vieja Txantrea, del Perdón o de Ansoain, se despertó en él la pasión por la caza, que conservó hasta el último día. De hecho, según nos cuenta Alberto, en su establecimiento se cortaba el pelo y se vendían cardelinas, y por ello el local estaba abarrotado de jaulas con sus pajaricos.

Juan Erce solía presumir de los clientes que habían pasado por aquella peluquería. Toreros como Diego Puerta o Emilio Ortuño “El Jumillano”, generales golpistas como Antonio Alcubilla o el mismísimo Emilio Mola, futbolistas de Osasuna como el inolvidable Michael Robinson y hasta un premio Nobel, el escritor Ernest Hemingway, pasaron por allí. De este último, además, guardaba una curiosa anécdota. El bueno de “Pijuti” solía trabajar por San Fermín como portero de la plaza de Toros, y allí se presentó un día don Ernesto, diciendo que había olvidado la entrada en el hotel. Y en aquellos tiempos en los que el literato lo era todo, “Pijuti” le dijo que no le dejaba pasar sin su entrada. Avisado el encargado de la plaza, echó un buen rapapolvo al pobre peluquero que, firme en su decisión, respondió a su jefe y al yanki que “en esta puerta no conozco ni a mi padre”. Con el tiempo la diminuta peluquería de “Pijuti”, colocada en el corazón de la Navarrería y regentada por un tipo dotado de gran carisma, se convirtió en un referente para todo tipo de individuos pintorescos. Chiquiteros reputados, “curdas” impenitentes, “xélebres” y gentes de toda condición se acercaban allí para pasar un buen rato mientras les cortaban el pelo, escuchando anécdotas, historias truculentas, ligues escabrosos y proezas cinegéticas inverosímiles. El propio “Pijuti” solía decir, con ironía, que la única verdad que se decía en su local era el precio que cobraba por cortar el pelo.

Un “cross” delirante

Pero la aportación de Juan Erce a su barrio no se limitaba a las cuatro paredes de su establecimiento. Era un agente muy activo en el barrio, hasta el punto que se le considera uno de los impulsores de las fiestas de San Fermín de Aldapa, las segundas en importancia de la ciudad. Y fue el impulsor del famoso “Cross de los Carrozas”, cuya primera edición se celebró en el año 1980. En realidad, el “cross” apenas tenía cien metros de recorrido, entre la actual sede de la peña El Bullicio y la fuente de Navarrería, y lo más interesante era su hilarante puesta en escena. Cuando llegaba la hora de la salida, “Pijuti” salía de su peluquería, dejando en alguna ocasión a medias al cliente de turno, y se citaba con el resto de corredores para echar el último trago de vino y fumarse un cigarro mientras “calentaban”. Alguno de los “atletas” solía llegar con un puro en el morro a medio consumir, otros acudían con casco de bombero, o con gafas de bucear, y una célebre corredora, Perpetua Hualde “Perpe”, participó en alguna ocasión con vestido y zapatos de tacón. También hubo un “carroza” que, argumentando que no tenía ropa de deporte, corría con camisa y pantalón de pinzas con los bajos cazados con los calcetines. Una vez dada la salida, a mitad de los cien metros de carrera un amigo solía ofrecerles el “avituallamiento” de una bota de vino, y algún año llegaron incluso a pararse a descansar, o a meterse en el Irrintzi a echar un trago a media carrera. En cuanto al palmarés de la prueba, llegó a haber grandes campeones, como Juan Antonio Ruiz Pejenaute “Potxin” o José Mari Mercero Lizarraga. Juan Erce “Pijuti”, ganó también durante los primeros años, afirmando sin rubor que él era “al cross lo que Indurain es al Tour”. En el año 2001 afirmaba llevar 14 victorias, y en 2008 decía que había ganado en 18 de las 28 ediciones, aunque hay ciertas brumas sobre este aspecto. Y ello sin contar que en alguna ocasión la fortuna se había vuelto en su contra. Así, por ejemplo, en 1995 cayó ante “Potxin” porque, según afirmó, “se había hecho daño en la ingle”, y porque a una señora que le estaba aplaudiendo se le cayó el reloj a la calzada justo cuando él pasaba...

Los últimos años

Muchos fueron los “carrozas” que, a lo largo de los años, tomaron parte en aquel cross. Mencionaremos a Joaquín Catalán, Iñaki Bengoechea, Eusebio Ilundain, Carlos Zudaire, Agustín Porcal, Teodoro Pascual, Miguel Ángel Muniain, Ángel Urdín o Simón Yoldi, sin olvidar a mujeres como la ya citada Perpetua Hualde, Maite Chocarro, Isabel Jiménez o Elena Andueza. Desgraciadamente, la trayectoria deportiva no suele ser muy prolongada cuando sus protagonistas son septuagenarios y octogenarios, y poco a poco muchos de ellos fueron desapareciendo, como el propio “Potxin”, fallecido en 2006, o Mercero, que murió en 2019. Todavía en 2010 se registra la participación de Juan Erce en la carrera, pero la prensa del 25 de septiembre de 2011 expresaba ya su delicado estado de salud. Finalmente “Pijuti” no faltó a aquella última cita, aunque lo hiciera de manera testimonial. Recorrió los cien metros al paso, entre grandes vítores, y cruzó la meta con una gran sonrisa y levantando el bastón. Aquel gesto fue su despedida del cross, y los aplausos que le dedicaron fueron el agradecimiento de la gente de su barrio y de la calle en que nació. Fue, sin duda alguna, la mayor de las victorias de “Pijuti”.

Juan Erce Gómez murió el 18 de enero de 2014, y su célebre cross tan solo le sobrevivió cinco años. Se corrió aún en 2019, con la participación de cuatro hombres y tres mujeres, pero los organizadores consideraban que, desaparecidos sus fundadores, se estaba perdiendo su esencia bufa, para convertirse en algo más serio y competitivo. Los dos años de pandemia supusieron su certificado de defunción, al menos por el momento. Terminaba así un ciclo de 39 años, creado y protagonizado por toda una casta de chiquiteros, hoy en peligro de extinción, que eran capaces de reírse de sí mismos, como medio infalible para hacer reír a los demás.