“Yo me escribo con Putin todos los años y me ha decepcionado. Me gustaría que sepa que no estoy de acuerdo con esa guerra de Ucrania que no me atrevo ni a ver por televisión. Yo viví allí, también en Kiev, y no me gusta verla bombardeada. Me revuelve mucho”. 

Estas impresiones son de Teresa Alonso, una donostiarra de lúcidos 97 años que reside en Barcelona y que cuenta con una de las vidas más estremecedoras de la Guerra Civil. Testigo, además, del bombardeo contra Gernika, luchó con tan solo 37 kilos de peso y alimentándose de serrín por la histórica defensa de Leningrado ante el asedio durante 872 días de las fuerzas armadas de la Alemania nazi. 

Sabiendo que a otras personas que Alonso conocía les habían hecho entrega de la ‘Medalla por la Defensa de Leningrado’, ni corta ni perezosa, escribió al presidente ruso Vladimir Putin. “Le escribí que allí una bomba incendiaria de las que yo salía a apagar en las calles, me empotró contra una pared y me dejó una lesión de espalda para toda la vida. Le dije que a ver si solo ahí llevaba yo la bandera de Rusia para toda la vida. Eso le debió molestar y me envió la primera medalla”, detalla esta niña de la guerra que partió desde Santurtzi en el histórico barco Habana hacia la URSS. En Francia, subiría al Sontay. 

A Teresa le duele aquella y esta guerra porque vivió sus primeros días en el gigante europeo precisamente en Kiev, hoy capital de Ucrania. “Estuvimos en un distrito a las afueras llamado Sviatoshyn -aún existe- entre árboles de un bosque y un bonito río. Fue nuestra primera casa de acogida, todos los recuerdos son muy buenos”. 

De hecho, los únicos buenos. A partir de entonces, al estallar la Segunda Guerra Mundial, su vida ha sido de terror: muere su amor conocido en el barco, “mi Ignacio” -suspira-, y enloquece temporalmente, hombres tratan de violarle en dos ocasiones en Georgia, en Leningrando sobrevive a 40 grados bajo cero luchando contra los nazis… Suma y sigue.

“Me carteo con Putin desde hace unos diez años”, subraya. Lo hace cada año, alrededor del 9 de mayo, es decir, con motivo del Día de la Victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi en 1945. “Le felicitaré el próximo aniversario, y quiero decirle que no estoy de acuerdo con la guerra sobre Ucrania. Quiero que sepa que no me gusta lo que están haciendo, pero… no me atrevo a decírselo. Tengo que conseguir la forma de hacerlo”, se propone e ilustra, por si aún hay quien no lo sabe, que “Putin no es de un partido comunista. No es comunista. Yo, sin embargo, sí”.  

“Yo viví en Rusia, también en Kiev, y no me gusta verla bombardeada. Me revuelve mucho”

La guipuzcoana que se considera únicamente “rusa” también tiene palabras para el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. “Es un desgraciado. No tiene valor para decir las cosas. Me gustaría recordar a los dos presidentes que sus países fueron hermanos”.

El 15 de septiembre saldrá a la venta una novela que se basa en la cinematográfica vida de Alonso y que llevará por título ‘La niña de Rusia’, firma de Celia Santos, de Bergara. De forma reciente también fue protagonista de la película ‘Matrioskas, las niñas de la guerra’, de la navarra Helena Bengoetxea. 

Según relata a este periódico, su pasión por Ignacio, un adolescente de Soraluze -ella siempre ha pensado que de Eibar- que conoció en el barco Habana según partían de Santurtzi al exilio en la URSS fue lo que le motivó a sobrevivir. Hasta que tuvo la noticia de que había muerto. En ese momento, su mente detonó y topó con la locura. “No quería vivir. Me tuvieron un mes con una camisa de fuerza”, evoca esta miembro de la asociación AGE, Archivo Guerra y Exilio.

El amor de la pareja fue un flechazo adolescente. “En la primera mirada”, subraya quien más adelante contraería matrimonio en dos ocasiones, aunque nunca como ella hubiera anhelado. “Íbamos en el barco. Él tenía quince años. Yo doce. Nos miramos atontonados”.

Carta de Vladímir Putin con su firma escrita con bolígrafo enviada a Teresa Alonso.

Acogidos en Leningrado

Eran infantes, pero soñaron un futuro juntos. De hecho, fueron acogidos en Leningrado, hoy San Petersburgo. Sin embargo, el día en el que ella cumplía 18 años recibió el peor regalo de su vida. “Él ya era aviador del Ejército rojo, decidió llevarme a su casa y yo estaba entusiasmada, pero su educador no dio el visto bueno y -Teresa hace una pausa emocionada- no lo vi nunca más”, lamenta casi centenaria. El Ejército Rojo de Obreros y Campesinos​ fue la denominación oficial de las fuerzas de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia y, después de 1922, de la Unión Soviética.

Aquel piloto era Ignacio Agirregoikoa Benito. “Me confirmas que de Soraluze, pero él se sentía eibarrés”, enfatiza Teresa. Durante la Segunda Guerra Mundial, el 9 de marzo de 1944, el guipuzcoano volvía de una operación contra los nazis. Su aeroplano fue derribado y según la historia “prefirió dispararse, suicidarse y morir, a que le capturaran. Lo venían siguiendo otros aviones y disparándole a las piernas para que al aterrizar no pudiera escaparse”. Por aquella épica, el pueblo estonio de Mustvee tiene una calle que lleva su nombre. Pero, “la denominaron mal. La llamaron Benito Aguirre. Pensaron que su segundo apellido era su nombre, como el de aquel maldito... -en referencia al dictador italiano Mussolini-, que prefiero no articular”. Teresa movió lo indecible para que no acortaran su apellido y le pusieran el nombre real: Ignacio Agirregoikoa. Ganó aquella batalla por el amor de su vida y sueña con ganar una última más.

“Ahora estoy luchando por que el Ayuntamiento de Eibar ponga una placa de recuerdo a sus aviadores, que fueron muchos, y a los niños de la guerra, a la República”, desvela quien fue miembro del Komsomol, organización juvenil del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Tras la separación de la pareja, Teresa se volcó en dar con él. Desconocía que había muerto. “Buscarle me mantenía viva”, transmite con pasión. En ese momento, el alemán nazi de origen austríaco Hitler quiso que Leningrado fuera una ciudad fantasma y la bombardeó. Teresa, entonces, se ofrece a recuperar cadáveres en días en los que vive sin luz, sin agua corriente y sin calefacción a 40 grados bajo cero. Adelgaza hasta la extenuación y su cuerpo llega a bascular 37 kilos. Pero su entrega y el amor por Ignacio la mantienen viva. 

Efectos de la otra guerra

“Cuando sonaba la sirena, en vez de refugiarnos, salíamos con cajas de arena y guantes a apagar el líquido de las bombas incendiarias nazis. Con un obús volé contra una pared. Me lesioné la espalda de por vida y me rompí un hueso de la mano”, rememora hoy tranquila.

De allí, la llevaron a Georgia. “¡Maldita!”, exclama. Sufrió dos intentos de violación. “Yo solo me acordaba de Ignacio que se despidió diciéndome que me quería volver a conocer como me dejaba”, se vuelve a emocionar haciendo referencia a su virginidad. Una familia de zapateros armenios la acogió en su casa. “¡Fueron mi salvación!”, aunque momentánea.

Acabó la guerra. “Volví a Moscú”. Todos sabían que Ignacio había muerto, pero nadie se lo dijo a Alonso. “Le gusté a un teniente coronel y, para tener vía libre conmigo, acabó diciéndomelo. Enloquecí y me pusieron la camisa de fuerzas. Durante la recuperación tuve a aquel ruso que estaba enamorado de mi a mi lado y le cogí cariño”. Se casó con él, pero, no resultó y volvió a Euskadi con una hija de 6 años. En Donostia, su madre no se podía hacer cargo de ella y partió descorazonada a Barcelona. “Nací en San Sebastián, pero me siento rusa”, sentencia quien recuerda palabras en euskara como “neska polita”, “etorri hona” o “agur”. “Yo me despedí de mi madre pensando en volver en unos meses y fueron 20 años”, contrapone.

“Zelenski es un desgraciado. Me gustaría recordar a los dos presidentes que sus países fueron hermanos”

En Barcelona, trabajó en el Hotel Arycasa. Dormía bajo una escalera en un inmueble casi abandonado. Su hija alternaba las casas de sus amigas: unos días en unas; otros en otras. “Al volver de la URSS me seguía la policía y compañeros de trabajo fachas me denunciaban, pero yo seguía fuerte”.

Amiga del premio Nobel de Literatura Camilo José Cela -lo recibió en 1989-, contó con el apoyo del literato y escultor gallego. “Era loquillo, pero siempre se portó muy bien conmigo y consiguió que en el hotel me dieran otro trabajo”. Pero ella estaba coja y de ser telefonista la pasaron a hacer camas. 

La guipuzcoana decidió buscar una alternativa y acabó empleada en la multinacional estadounidense Pepsi Cola. “He sobrevivido día a día -subraya-, y siempre pensando en mi Ignacio”, acentúa quien también fue testigo del trágico bombardeo de Gernika.

Evoca aquel capítulo de su vida anterior al exilio de la URSS de la siguiente manera. “Refugiada en Bilbao, mi madre me mandó a comprar carne de caballo en una furgoneta”. Cuando llegaban a la simbólica villa, “veíamos muchos aviones y el chófer subió a un montículo. Vimos humo y llamas. Gernika estaba ardiendo”.

Se escondieron los siete u ocho que iban en aquel vehículo. “No volvimos a Bilbao para que no atacaran la furgoneta”. Después de mucho tiempo, regresaron. “Mi madre había oído por la radio que los fachas habían bombardeado Gernika y pensaba que habría muerto”.