Apaguen la luz. El triste signo de la impotencia. La pura resignación como antídoto para capear el temporal que todos presagiamos y nadie detalla. Las curvas que la vicepresidenta Calviño ahora sí que empieza a ver, sobre todo después del mazazo que supone la inesperada subida del paro en el veraniego mes de julio, por primera vez en 20 años. Empieza a sentirse la inquietud. Y, sin embargo, hay quien que con pocas luces y egocentrismo desbordado –Isabel Díaz Ayuso– elige la obligada restricción energética estatal, tan pésimamente planteada por el Gobierno de izquierdas, como estandarte de otra rebelión populista para regocijo de los múltiples aduladores del cambio de ciclo y, a su vez, aguijón a la orientación moderada de su partido, el PP de Núñez Feijóo.

Sánchez es un presidente agarrado al decreto ley. Posiblemente como única medicina posible para atajar el mal de altura de su debilidad parlamentaria. Le dio suerte durante la pandemia y desde entonces porfía con asiduidad, arrastrando a los demás al límite de su política de hechos consumados. Ahora también lo hace con su plan de restricción energética. Evita la consulta previa y la negociación, siquiera para corregir errores como los que ha vuelto a cometer, sobre todo en el apartado de las multas que pueden ser sonrojantes cuando queden en agua de borraja. Sencillamente, el alto coste de la arrogancia. Resulta paradójico que, hace apenas unos días, Teresa Ribera todavía brindaba a las autonomías la libre determinación de articular sus propias medidas. A la vuelta de la esquina, aquí tenéis la norma de obligado cumplimiento. Es una improvisación encadenada en la acción de gobierno que desconcierta, cuando no hastía, a políticos, empresarios y ciudadanía. Una falla por donde se cuelan maliciosamente mensajes insolidarios de algunos cargos institucionales tan mediáticos y de honda caja de resonancia como el de la presidenta de la Comunidad de Madrid.

Con su demagógica verborrea, Ayuso le ha puesto en un brete a Feijóo. Tampoco le ha importado desairarlo con otro de esos ramalazos que buscan y encuentran el rédito de las terrazas. Cuando afeaba a Casado, lo suyo era desprecio y desafío continuo. En este capítulo, quizás ni recuerda ni le importa que su presidente clamó por un plan de austeridad energética hace apenas unas semanas y ahora tiene que pasar el sofoco en silencio, al que se va acostumbrando. Para gritar ya tiene a Cuca Gamarra. La presidenta madrileña no está para las luces largas.

A Vox le ocurre lo mismo. A falta de alternativas ante una situación que amenaza emergencia a medio plazo, nada como exigir a su socio de coalición en Castilla y León acudir al Tribunal Constitucional y así te aseguras dos minutos más de bronca política, aunque los montes de tu tierra se sigan quemando. Con enemigos así, Sánchez se frota las manos. Sabe bien que sus aliados nunca podrán cambiarse de camiseta. Como mucho, le podrán dar algún susto puntual, incluso cuando juega con fuego como hace incumpliendo el calendario de transferencias a la CAV o desfigurando la auténtica higiene democrática de una ley de Secretos Oficiales, largamente reclamada.

Con todo, no parece que cuando toque el litigio electoral vaya a decidirse a cuenta del Pegasus, los planes de Igualdad, los 2.000 millones de puya a las eléctricas o las relaciones con Marruecos. El bolsillo será quien dicte sentencia, empezando por las autonómicas y locales de 2023 que ya asoman, sobre todo en Ferraz. La economía doméstica pasará factura. Por eso el PP no pierde el tiempo al rescatar del baúl de las desdichas la impericia de Zapatero cuando empezó a hacer rotondas y quitarse la corbata como remedio ridículo para hacer frente a la crisis. Por ahí se gestó una debacle socioeconómica que desterró al PSOE al purgatorio. A la vista de los nubarrones que arrastran la actual inflación, el miedo a las contrataciones y la escasa capacidad de respuestas eficaces, Feijóo cree que se puede repetir aquella historia. Y más de un demoscópico, conocedor del centroderecha como la palma de su mano, se lo ha pasado a limpio. Sánchez sabe este dato y con él, Yolanda Díaz, cada vez más atenazada para desarrollar su proyecto político que tarda en engendrarse. La capacidad de la izquierda para desangrarse es insuperable y sin propósito de enmienda. Tienen las luces fundidas. En unos casos, porque les nubla el egoísmo; en otros, por el revanchismo de peleas perdidas; y en muchos más, por el miedo que les supone volver a la cruda realidad de la fría calle.