Los muy serios y encastados cárdenos de la divisa avileña de José Escolar propiciaron hoy en Pamplona una tarde de emociones fuertes, reflejada en el corte de sendas orejas por parte del colombiano Juan de Castilla y del veterano Rafaelillo, que recibió una auténtica paliza al ser prendido por el cuarto de la tarde con el resultado, en principio, de múltiples contusiones.
Aun así, esos momentos de tensión tardaron algo en llegar, porque con el primero de la tarde, un toro de 600 kilos mansón y manejable, aunque sin humillar, Rafaelillo se tomó sus precauciones, más o menos como Fernando Robleño con el segundo, otro ejemplar muy armado que pidió mayor mando en los engaños que el que le aplicó el madrileño en un trasteo sin asiento.
Solo que ya con este, en el tercio de quites, se dejó ver Juan de Castilla con unas enfibradas gaoneras con las que, antes de que saliera el primero de su lote, ya logró fijar la atención de peñas y de público en general, al mostrar con esa tarjeta de visita la decisión y las ganas con la que llegaba a Pamplona.
Y así se iba constatar con el aparatoso y cornipaso tercero, desde el saludo capotero y en el inicio de rodillas con la muleta, con los que el torero de Medellín volvió a caldear el ambiente. Pero ya desde su salida el de Escolar acusó también una visible falta de fuerza en los cuartos traseros, que encogía cada vez que se paraba y que condicionó un tanto sus embestidas, por mucho que fueran repetidas y prontas.
La cuestión es que, para completarlas con la humillada entrega que apuntaba, el cárdeno necesitó de más pulso en una tela que el colombiano movió de manera ligera en una faena casi frenética, aunque animosa y muy jaleada por las peñas, que solo se atemperó en el tramo final, justo cuando, por eso mismo, se acabó de ver la auténticamente buena condición de su enemigo.
Pero para entonces Juan de Castilla se había ganado con su entrega al público pamplonés, y más aún después de salir prendido por el pecho, saliendo secamente rebotado, en un primer pinchazo que no fue óbice para que se le pidiera con fuerza una oreja ganada con absoluta decisión.
La segunda, para Rafaelillo
La otra de las dos concedidas se la entregó el alguacilillo a un para entonces vapuleado Rafaelillo, que, haciendo un esfuerzo, se había ido a recibir a ese serísimo cuarto toro a la puerta de chiqueros, para ver cómo este no obedecía su capote y saltaba por encima de su menuda figura.
Sin apenas sangrar en varas, el "escolar" llegó muy entero y crecido a la muleta del murciano, que le abrió faena de rodillas para después pasarlo sin apenas gobierno ni ajuste, hasta que, en la segunda tanda con la mano izquierda, un error en el cite provocó una colada del cárdeno que prendió al torero, lo zarandeó duramente y aún volvió a recogerlo de la arena para seguir sacudiéndole desde la altura de su aparatosa arboladura.
Atendido por cuadrillas y compañeros, tomó aire Rafaelillo para, sin chaquetilla y con la taleguilla rasgada, volver a la cara de un animal que ya se había hecho el amo de la situación hasta que, no sin volver a pasar apuros, pudo dejarle una estocada tendida de la que el de Escolar tardó en caer, mientras el torero se dolía en la distancia entre el aplauso de una plaza que quiso agradecer su épica disposición.
Y aún faltaba por salir el quinto, otro cárdeno al que bien puede calificarse como el de más serio trapío de cuantos se llevan lidiados en la feria: un auténtico "tío" con dos buidos y veletos pitones y un cuajo redondo. Pero fue en un quite por chicuelinas de Juan de Castilla cuando el toro enseñó, además de su espectacular lámina, también la clara condición de su embestida.
En el año de su retirada, Robleño lo pasó de muleta de manera compuesta y suficiente pero sin llegar a poner sobre el tapete esa mayor apuesta necesaria para haberle sacado el partido que el "escolar" le siguió ofreciendo hasta el último momento, antes de que llegaran unos repetidos fallos con la espada y el descabello.
El sexto, un alto y feo ejemplar, agalgado y caído de riñones, fue el auténtico lunar del encastado encierro, pues este solo sacó mansedumbre, tanta como para no descolgar un milímetro su elevado cuello y, además, desentenderse de los engaños ya a final del esforzado pero opaco trasteo de Juan de Castilla, que aún pasaría, ante tal panorama, auténticas fatigas para darle muerte.