Hace 40 años unos hombres y mujeres tuvieron un sueño. Era un sueño peligroso para el momento político que se vivía y resultaba un desafío contra lo establecido. Se trataba de recuperar el euskara, la lengua de los navarros como fue llamada en las crónicas, y establecer con ella baremos educativos avanzados y dinámicos. Soñaron, soñamos, que nuestros hijos estudiaran en la lengua varias veces milenaria, que nos liga a la prehistoria, propia de nuestro pueblo y tesoro lingüístico incomparable que ni Roma ni los poderosos imperios que le sucedieron, lograron liquidar. Pero una brutal represión dictatorial intentaba eliminarla de las lenguas vivas aduciendo, entre otras cosas, su incapacidad de reproducir los modernos conceptos de la ciencia, literatura y cultura en general.

El padre de la Filología moderna, Guillermo Humboldt y sus seguidores, en el S. XIX, maravillados de la lengua ancestral de Europa hablada en el país de los vascos, aprendieron su gramática, ensalzaron su flexibilidad y perdurabilidad y trabajaron en su traducción. En cierto modo, soportaron su caída. El escritor argentino Borges, a quien podía exigírsele sensibilidad al tema, señaló con desdén que era lengua propia de pastores y por ello, sin más, la condenó al ostracismo. No fue por supuesto el único. Lo hacía la represiva política española de su tiempo. Y de tiempo atrás. La persecución al euskara tiene más de 200 años y me quedo corta. El peregrino Aymeric Picaud la comparó al ladrar de los perros, que fue cosa que se repitió hasta hace poco. Pero el euskara ha resultado una lengua flexible, permeable y capaz de contener todas las palabras de Shakespeare (el denominado alma de las mil almas), las viejas palabras de los clásicos griegos y latinos, y llegar a nuestro siglo con la traducción de la obra magistral de Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel de Literatura española en exilio: Platero y yo. Que aunque en trama parece sencilla, es una obra gramatical compleja.

Pero a eso, que resultaba increíble para los escépticos, se le unió la impecable traducción de libros científicos y sobre todo, de libros de texto. El viejo y venerable idioma resultó apto para reproducir el saber, para la comunicación inmediata, para echar abajo las barreras del miedo y la ignorancia y continuar, desde la década de los 50 del S.XX, su imparable marcha de recuperación, pese a encontrarnos hoy todavía e incomprensiblemente, desde las instituciones de Navarra, con todas las dificultades imaginables y por imaginar.

Fue un sueño importante. Y la tarea a realizar, gigantesca, pues las dificultades fueron todas y una más. Se trataba de recuperar la lengua desde la infancia, pero nuestros hijos debían rendir además con eficacia dentro de un sistema educativo en cierto modo revolucionario. Muchos de los padres no podíamos apoyar la tarea de nuestros hijos por el desconocimiento que teníamos de la lengua vernácula y tratamos, dificultosamente, de aprender euskara con ellos.

Ikastola fue quizá, de las primeras escuelas donde cohabitaron los dos sexos, donde la enseñanza de un tercer idioma, por un tiempo el francés, luego el inglés, tenía clara importancia, donde las notas de resultado escolar resultaban año tras año y hasta hoy, excelentes. Tras una pasantía trashumante por diversas aulas de la ciudad, alquiladas y en condiciones precarias, se compró el terreno y el edificio que hoy ocupa. Nuestro sueño era grande. Queríamos, además, un medio ambiente adecuado para nuestros hijos: que jugaran al sol en los recreos, que consideraran la ikastola no sólo como un centro de enseñanza, sino como un lugar de esparcimiento. Que fuera resultando un punto de encuentro para los padres, para las nuevas generaciones. Es frecuente en la Ikastola encontrar abuelos, padres, hijos y profesores en animada charla, usando de las instalaciones deportivas y de la amplia Biblioteca.

Aquel sueño de hace 40 años tuvo encarnación en un hombre: Jesús Atxa. Fue su primer director e implantó en el centro unos márgenes de conducta y una meta de excelencia que se siguen cumpliendo. Junto a él, una cantidad importante de colaboradores que me es imposible detallar porque nombrando a unos puedo olvidar a otros, hizo que el sueño se fuera compactando, haciéndose realidad viva, cultura propia. Apoyándome en un proverbio japonés que sentencia que estudiando lo pasado se aprende lo nuevo, podría afirmarse que los resultados de la Ikastola, resucitando al euskara y poniéndolo de pie y en marcha, son óptimos porque muchos de sus estudiantes han superado a sus maestros, que ya fueron buenos. Esa combinación de padres, maestros, directores y ex alumnos que se reúnen con frecuencia es lo que hace que el sueño de la Ikastola San Fermin, la que hace 40 años soñamos unos padres ilusionados, idealistas pero contundentemente prácticos, sea una realidad generosa para el conjunto de Navarra.

Hemos demostrado que era posible educar en euskara, educar con excelencia, y hemos conseguido ser, gracias a nuestro optimismo inicial, un punto de referencia en materia educativa. Hemos crecido porque nuestro esfuerzo ha estado unido a nuestra disciplina, nuestra ilusión a nuestro trabajo. Zorionak, Ikastola San Fermin, eta beti aurrera!