Frontera abierta hasta el amanecer
veteranos excontrabandistas relatan sus aventuras como paqueteros en la muga obligados por el hambre
"CUÁNTAS veces les habré dejado en la barra del mostrador a la pareja de guardias civiles, en la tasca familiar que teníamos en Erro, donde se plantaban día y noche... Era llenarles los vasos de vino y quedarse a jugar al mus; entonces yo iba a la cocina, cogía el pozalico para hacer como que bajaba a ordeñar las vacas y de ahí escapaba a hacer la faena....", rememora Casimiro Cerdán. Era la doble vida del paquetero en la postguerra: contrabandista de noche y casero en la trilla o el ganado de día. Dos caras de una misma moneda: la miseria de la postguerra que alimentó tantas historias de supervivencia. Autoridades y contrabandistas convivían en estrecha armonía el día a día; hombres con hombres echando la partida, mujeres de ambos bandos haciendo juntas la compra, los hijos de éstos aprendiendo en la escuela... Al fin y al cabo, el dinero que traía el contrabando era compartido, ya que la Guardia Civil también recibía su parte. A cambio, no había detenciones, sí algunas sanciones y la confiscación de material. Cuando los carabineros echaban el alto, la consigna era tirar el paquete lo que implicaba seguir en libertad pero también perder el jornal.
Casimiro Cerdán, Ignacio y Jesús Beaumont y Honorio Ibarra fueron invitados esta semana por la asociación cultural Elutseder a un encuentro de veteranos ex contrabandistas que tuvo lugar en Sorogáin. Allí, en la misma frontera decenas de valderranos tuvieron ocasión de escuchar las historias de los viejos aventureros que se jugaron la vida por pasar al otro lado de la frontera puntillas y encajes, hilo de nailon, alguna pieza de recambio y ganado. No traficaban con armas, drogas o personas y nunca se consideraron delincuentes. Obligados por el hambre, aceptaban con dignidad unos tres viajes por semana, la salvación para estos pueblos condenados a su suerte por la guerra y la migración industrial.
"animales" del bosque
"Balar como ovejas y estar callados para sobrevivir"
La noche en estos montes, sus hayedos y zarzales, guardaba un secreto importante en aquellos años. Y aquella luna cómplice (Pirineos significa montes de la luna) sabía cómo guiar a sus hombres. Hombres sigilosos que caminaban por rutas que sólo ellos conocían. Provistos eso sí de valor, una bota, un bocado y la ayuda del kopetako, la tela en la frente que caía por los hombros para cubrir los paquetes de hasta 28 kilos. Un buen conocimiento del terreno y una fortaleza física envidiable eran sus cualidades. Capaces incluso de caminar dormidos... Como describía Pío Baroja a sus antepasados en la tercera guerra carlista, andaban como "zorros por el monte", a ciegas por el bosque. Pero, además, eran habilidosos. Como en el arte del mus, que tan bien dominaban, se necesitaba picardía, saber engañar... y ellos lanzaban un órdago a la grande cuando se metía el sol. Un buen contrabandista guardaba las formas, era discreto, cauteloso y "no se iba de la lengua", algo que tampoco costaba mucho esfuerzo para estos montañeses, nobles, austeros y de pocas palabras. "Había que andar con ojos de plata, muy derecho y calladico... y, cuando había que pasar el paquete, el reclamo era el balar de la oveja, y el otro respondía como un carnero", un lenguaje sólo apto para supervivientes reconoce Casimiro Cerdán. Eran tratantes natos en una frontera milenaria, hombres de palabra acostumbrados al mercadeo en una muga que antes de 1939 fue mucho más permeable entre comunidades vecinas que compartían una misma identidad cultural.
Eran muy jóvenes, adolescentes algunos, apenas cumplidos los 13 o 16 años cuando se hicieron aprendices de este viejo oficio. Algunos de sus hermanos se habían marchado a "hacer las Américas" como pastores, y los que quedaban en casa le daban al contrabando. Cada viaje era una carrera de relevos donde Francia y Barcelona eran origen y destino. Los valderranos cubrían el tramo primero, el más peligroso, desde Urepel hasta Esteribar, donde eran relevados por otras cuadrillas hasta Pamplona. "Aquella era la crisis verdadera", reconoce Honorio Ibarra. El contrabando no era un ejercicio de codicia sino de pura necesidad. Apenas dejó lujos, pero permitió una vida mejor. Se trabajaba de sol a sol, no había vacaciones y "no veías una peseta", precisan sus compañeros. Se seguían viendo honrados, sabían que no hacían daño a nadie y que la mercancía -ni la veían- no era más peligrosa que lo que podían significar en aquellos años unas puntillas para rematar los filos de las vestimentas femeninas, quizá demasiado provocativas para aquellas mujeres enfundadas de largo y negro, y sobre todo para un régimen represor que confundía glamour con pecado.
No había cumplido los 18 años cuando Casimiro Cerdán se hizo contrabandista, lo que entonces suponía un salto cualitativo teniendo en cuenta que el contrabando les hizo "hombres". "Yo estaba trillando y llegó un señor que me invitó a hacer un trato. Acepté porque estaba canso de trabajar y no veía ni una peseta. Recuerdo que por los tres primeros viajes me pagaron para las fiestas de Erro, 900 pesetas de las de antes, menudo lo contento que estaba... Pasé trabajando fuera de casa cuatro años y me pagaban cinco pesetas por día. Fíjate la diferencia...", explica Casimiro.
Había varias rutas. Los franceses sacaban la mercancía hasta las peñas de Sanse, y de ahí se pasaba hasta Larrasoaña en dos noches. Otro "trazo" se hacía desde Sorogain hasta Lizoain, y de ahí a Larrasoaña, 24 horas andando porque "querías entrar en casa para el amanecer". Tenía 19 años cuando accedió a acompañar a otro paquetero, de 40 años y padre de cuatro hijos. En esta ocasión viajaban en furgoneta y fueron sorprendidos a la altura de Zuriáin por una patrulla de civiles que les dieron el alto. Al echar a correr el vehículo después de ser preguntados por la carga, les acribillaron a balazos con tan buena suerte para Casimiro que se parapetó detrás del paquete frenando un disparo, una de las balas rozó al conductor y otra hirió al que iba de copiloto, que a los ocho días murió. "Fue un trago muy duro porque tuve que dar la noticia a la viuda... A mí me encerraron dos días, y a casa...".
Jesús Beaumont cuenta cómo le atravesó una bala en el abdomen al regresar de una misión tan inofensiva como cargar café, achicoria y unas latas. Los guardias, escondidos detrás de unas peñas, habían disparado mientras la cuadrilla trataba de escapar. Alegarían luego al sargento que dispararon al aire creyendo que aquellos hombres eran bandoleros...
el pago de comisiones
"Los guardias honrados eran los que se vendían, la mayoría"
La mayoría de los guardias estaban comprados (sobornados), revelan hoy estos octogenarios que todavía gozan de una salud de hierro pese al desgaste de la vida. "Si no se vendían, y llevaban muchos años en el pueblo, mala señal. Para nosotros el honrado era el que se vendía...", remarcan. Incluso los guardias más veteranos toreaban situaciones comprometidas con los "legales" recién incorporados. A los hijos de los guardias "amigos" se les reconocía porque iban bien vestidos y a sus mujeres porque podían comprar merluza en lugar de sardinas al pescatero. Y es que "los guardias también estaban sin nada, ganaban muy poco", incide Casimiro quien recuerda que por paquete se llevaban el 10% y que en una noche pasando una cuadrilla de doce se podían sacar entre mil y dos mil pesetas. "Nos daban el paso los de Cilbeti y Erro que era los que estaban comprados. De Sorogain hasta Larrasoaña llegábamos a las dos de la madrugada y entregábamos la mercancía en una panadería donde nos sacaban unos panes cabezones con dos vasos de clarete...", evoca.
Los padres y la familia lo aceptaban de buena gana. Ignacio Beaumont recuerda que en su casa eran siete hermanos y que gracias al contrabando consiguieron pagar deudas de hasta un año en la tienda de Erro donde compraban los víveres. "Lo que más se pagaba era este tramo, al lado de la muga, junto a Urepel. Lo más duro, cuando fallaba el enlace en Urepel, tenías que ir a cogerlo y subir por unas cuestas muy picas con el paquete al hombro...", se sorprende ahora. A Ignacio le tocaba al día siguiente trabajar en la hierba por las mañanas, casi sin dormir. El mayor viaje, de Sorogáin a Lizoain, le pagaban 500 pesetas. Dinero que había que sudar y que no se enseñaba como quiera, aunque no faltó quien "llevaba el bolsillo lleno de billetes e iba siempre tomado... y acabaron dándole una paliza los guardias"... o el que encendía puros con billetes de mil pesetas para "fardar".
historias de venganzas
"Los guardias mataron a mi hermano Nicolás"
El dinero que entraba del contrabando también generaba envidias y rencillas. Honorio Ibarra no podrá olvidar jamás cómo mataron a su hermano de la manera más cruel e injusta teniendo en cuenta que había un pacto tácito de no agresión basado en una compensación económica para ambos bandos. La investigación de aquella muerte quedó totalmente impune. "De esto hay mucha historia", recuerda con un dolor hondo que no cura el paso del tiempo. Su hermano tenía 28 años cuando fue disparado a bocajarro por un guardia civil. "Nosotros trabajábamos con los guardias de Viscarret y nos llevábamos bien con ellos. Les decíamos que teníamos tal servicio en tal sitio y ellos no pasaban por ahí esa noche. Luego los guardias del puesto de Espinal también querían trabajar con nosotros, querían ganar su dinero, y nos tuvimos que unir a ellos, de modo que se les pagaba bastante. Pero al no pasar ya por la zona de Viscarret les dijimos que no podíamos pagarles. Corría el año 1959. Ellos se cabrearon de tal modo que un día salieron por la carretera vieja de Lusarreta y, sin mediar palabra, le pagaron un tiro, por la espalda, y se quedó seco...", relata. Ambos hermanos cubrían la ruta de Sorogain a Espinal, y de ahí a Sant Pau de Lusarreta "donde salía gente de Esnoz, Erro o Loizu". Recogían la mercancía en Francia, en casa Mónaco, y caminaban durante toda la noche más de 80 kilómetros cargados como mulos con su txapela y unas botas de agua. Honorio apareció con la moto nada más ser avisado por la cuadrilla de Nicolás, pero "a mí no se me dejó ni arrimar al lugar del disparo, aquello estaba lleno de guardias". "El juez ordenó levantar el cuerpo, se avisó a un cura para llevarlo al depósito y lo trajeron a Viscarret. Lo triste es que ni el que disparó ni otros guardias o sus propios compañeros quisieron ir a declarar. Fue una venganza", murmura. No hubo condena y aquel guardia civil fue trasladado a otro puesto.
También rememora momentos bonitos como el viaje de novios con Aurelia Murillo, con la que tuvo siete hijos, gracias a los ingresos del contrabando. El contrabando dejaba dinero y, tras negociar con los de Orbaiceta, consiguió llegar a un acuerdo con el jefe del grupo en San Juan de Pie de Port para que le pagaran 3.000 pesetas por viaje, primero a él y luego al resto, en lugar de 800. "Si perdíamos la mercancía había que hacer dos viajes más", señala. Las imágenes se amontonan... Su hermana Amparo estaba "ciega por tener unas puntillas" así que le quiso hacer el gusto... Una noche se apartó de su camino para parar en Mezkiritz y reunirse con ella en el pajar. Al abrir el paquete que llevaba se quedó sorprendido del "revuelo" que se montaba por "tan poca cosa". Recuerda con nitidez a sus 84 años los detalles de cómo logró escapar de una emboscada en la borda de Bentarra mientras las balas le rozaban a quien ha sido pastor desde los 14. Ambición no faltaba. Cruzar el charco o atravesar el monte bajo el silbido de las balas. No había otra.