oloun guionista sádico podía escribir con tanto dolor sus vidas. Pero, no. Fueron verdad. Fueron los golpistas de 1936 quienes fusilaron a Vicente Anastasio, padre de familia de Larraga de 55 años. Fueron los falangistas quienes, en esos escasos minutos, también violaron a la hija mayor. Se llamaba Maravillas. Sí, Maravillas. Sumaba 14 primaveras. Abusada y asesinada, aquellos depravados la dejaron muerta al libre albedrío del hambre de perros y moscas que comieron parte de su cuerpo por caminos rurales navarros. Era el 15 de agosto de 1936, a punto de cumplirse un mes del órdago fascista a la Segunda República.

Sí. Fueron aquellos contrarios a la democracia quienes hicieron volar por los aires los sueños de una madre, Leona Paulina, y dos hijas más que dejaban de reír en su puericia. “Dicen que hay que perdonar, pero yo no. ¡Yo no perdono!”, ha repetido una y otra vez una de aquellas hijas que siguió con vida lastrada por el dolor y que esta semana ha fallecido. Su nombre: Josefina Lamberto Yoldi. Conocida por la colectividad memorialista como Florecica, y “a pesar de todo, un amor de mujer”, se emociona su fiel amiga Maru Mangado. Josefina nunca se marchitó a pesar de sus ya perennes 93 años antifascistas de edad.

Ha fallecido -caemos en la cuenta- el mismo mes en el que se cumplirá el centenario del nacimiento de su malograda hermana Maravillas. Esta última llegó al mundo el 28 de junio de 1922. Paulina, Vicente, Maravillas, Pilar y Josefina vivían en Larraga. El padre tenía un hijo de una pareja anterior que había fallecido, llamado Agapito. La familia poseía animales con los que poder salir adelante durante la guerra: una yegua, conejos, cerdos, gallinas... Sin embargo, la lícita afiliación del padre a UGT conllevó todo tipo de injusticias contra ellos. “Mi padre era de UGT porque era obrero, no por ideología de ningún tipo”, contraponía Josefina, nacida en marzo de 1929.

Y ahí comenzó el terror. En agosto de 1936, con solo 7 años de vida, dos guardias civiles con un miembro de la falange y un conocido requeté se plantaron en la casa familiar con el objeto de detener al padre. Maravillas, de 14 años, solicitó acompañarle. Los facciosos encerraron en el calabozo al padre y violaron a la niña. Los llevaron al valle de Yerri donde violaron de nuevo a la joven delante del padre y asesinaron a ambos.

Días después, vecinos de la zona hallaron los restos de Maravillas que había sido comida por los perros. “Le comieron los muslos y los glúteos”. Quemaron con gasolina a aquellos perros para que no se acostumbraran a comer carne humana y el cuerpo de la navarra. “A Josefina se le llamaba Florecica por las amapolas que nacen en las cunetas, en recuerdo a su hermana Maravillas”, detalla Maru.

Agentes de la guardia civil regresaron a casa de la familia y detuvieron a la madre. Pilar y Josefina se quedaron solas. En ese impasse, algunos vecinos, sin miramientos, se repartieron los bienes de los Lamberto-Yoldi. Paulina, con marido e hija asesinados, tuvo que irse de Larraga con sus otras dos hijas porque “nadie nos ayudó”. Partieron a Iruñea.

Según daba testimonio Josefina, vivieron de la limosna. Trabajaron en el servicio doméstico y durmiendo en la calle. La madre se acercó con sus dos menores a una casa de acogida. Josefina recordó siempre la triste pregunta que su hermana Pilar lanzó a Paulina: “Madre, ¿va a tener el valor de dejarnos aquí?”. Se echaron a llorar y continuaron juntas. “Con 11 años yo ya iba a servir”, lamentaba.

Y las fatalidades continuaron. De hecho, en Iruñea, llegaron a servir en casa de uno de los hombres que habían violado a Maravillas. Y trabajar. Y callar. Siempre callar.

Una década después, una amiga que iba para monja le animó a Josefina a seguir su camino. La madre, que había sufrido tanto por parte de la iglesia franquista, se opuso. La joven no sabía dónde se metía y siempre se arrepintió de ello. “Mi madre no me dejó ir, pero yo me fui. Fue la última vez que la vi”, suspiraba. La congregación de monjas de la Caridad le hicieron la vida imposible.

Por sus antecedentes familiares, la enviaron a Pakistán. Ella recordaba, que en aquel destino tuvo prohibido el trato con el resto de religiosas e, incluso, con nativos.

Y si todo fuera poco, cayó enferma de malaria. Al poco, estrenó destino: Bélgica. Aprendió francés, inglés, y también urdú, en Pakistán. Todo ello siendo analfabeta.

En 1975, al morir el dictador Franco, fue destinada a Madrid. “Fui desterrada a Madrid porque las mismas monjas me decían que si habían asesinado a mi padre sería porque algo hizo”. Cuando falleció su madre, la retuvieron, se escapó y llegó tres días después de su entierro. “Cuando llegué no podía ni respirar de lo mal que me sentía”, aseguró. Al regreso al convento, las monjas no le dejaron acceder y tuvo que pasar una noche al raso.

Fue entonces cuando colgó los hábitos y siempre habló mal de los curas y las monjas, por este orden. “Dicen que hay que olvidar y perdonar, pero no, yo no olvido ni perdono”, insistía dolida porque, además, la Iglesia le prohibió ir a buscar los restos de su padre. Hasta la fecha ha habido tres prospecciones con tal fin y sin hallazgo alguno.

“Josefina llevó muy dentro no haber podido ver de nuevo a su madre. De haberse enfrentado a ella cuando decidió irse a Pakistán”, lamenta Eneko Arteta, compañero de Josefina en la Asociación de Familiares Fusilados de Navarra, AFFNA36. “Ella no tenía familia. Su familia éramos nosotros. Fue una mujer de entrega diaria hacia los demás”. Un ejemplo fue un joven postrado en cama al que atendió una y otra vez hasta el día que este falleció: “Sintió mucho su muerte. Era muy buena y, eso sí, una mujer sin pelos en la lengua y muy implicada en dar a conocer lo que su familia sufrió”.

De hecho, a edad avanzada, Josefina participó en un acto en el que el artista Abel Azcona echó tierra sobre los allí tumbados. Fueron enterrados simbólicamente. “Lo que viví aquella noche no me dejaba dormir y me arrepiento de los 46 años que hice como monja porque yo entré para ayudar a otros niños, para que no sufrieran como yo. Ahora ya no soy creyente, no creo, nada. Duermo a base de pastillas. Yo fui una esclava, menos guapa, todo”, concluía quien los últimos años ha residido en la Casa de la Misericordia de Iruñea. “Uno de mi pueblo me presentó a un amigo. Y dije: un amigo es un tesoro. Y era psicólogo. Me dijo que podía ayudar en el comedor solidario París 365 de Pamplona y ahí sí, cuando iba a diario me sentía feliz”, relataba. l

Según daba testimonio Josefina, tuvieron que vivir de la limosna; trabajaron en el servicio doméstico y dormían en la calle