Pablo no ha jugado ni un solo décimo de la Lotería de Navidad de este año. No se atreve. Ni siquiera a comprar un boleto de la tómbola en Sanfermines o a coger uno de los rasca y gana que regalan en algunos supermercados. Solo de pensarlo se le remueve algo en la mente que le retrotrae a aquellos oscuros días en los que estuvo a punto de arruinar su juventud viendo como una bola caía entre números rojos y negros.

Pablo –que en realidad no se llama Pablo para garantizar su anonimato– es un joven navarro de 25 años que durante cuatro años sufrió una fuerte adicción a las apuestas deportivas y, sobre todo, a la ruleta, una ludopatía que emocionalmente le hizo tocar fondo y que le llevó a perder grandes sumas de dinero, pero de la que se ha recuperado gracias al apoyo de sus padres y de su expareja y a los tres años de terapia que ha pasado en la asociación Aralar. “No fui capaz de parar y dejar de jugar hasta que un día perdí 5.000 euros a la ruleta. Ahí toqué fondo y pedí ayuda”, recuerda Pablo, que lleva ya seis meses rehabilitado.

Su historia con la ludopatía empezó muy pronto, con 15 o 16 años, y lo hizo con una práctica aparentemente inofensiva y muy extendida entre los jóvenes: “apostando un euro o dos a partidos de fútbol”. “Íbamos a los bares y jugábamos en las máquinas de apuestas, nunca me pidieron el DNI”, recuerda. Al poco tiempo, cuando iba a estudiar a la biblioteca empezó a apostar online de vez en cuando, “por entretenimiento, y pensaba que si ganaba algo pues podría pagarme la siguiente comida o la cena con la cuadrilla”.

Pero la cosa cambió cuando las apuestas a partidos de la liga española empezó a sustituirlas por competiciones “raras”, “de otros países” y que deportivamente no le interesaban. Ahora lo rememora y es consciente de que aquello fue el primer síntoma. Pero entonces, con 17 años, no tenía esa madurez y siguió jugando dinero. “Así estuve dos años, apostando pocas cantidades. Incluso en alguna ocasión me pillaron mis padres y hablaron conmigo. La educación y la información sobre los riesgos la tenía, pero yo ya sufría un problema”, relata.

Después vinieron los 18 años, que le abrieron las puertas de la mayoría de edad y también las de los casinos y salones de juego. “Aquello fue mi perdición”, confiesa ahora Pablo, que en aquel entonces ya había cambiado las apuestas por la ruleta y había multiplicado por diez las cantidades jugadas: “Al principio iba con mis amigos y jugaba 10 o 20 euros, pero enseguida empecé a ir solo porque quería ir más frecuentemente. Acudía a jugar a la ruleta todas las semanas y me jugaba la paga. No tenía problemas económicos, no jugaba por una falta de dinero... Sí que pensaba: ‘A ver si gano algo y me pago la sidrería con los colegas’. Pero yo no tenía esa necesidad”.

La paga de los abuelos

Así fue perdiendo cada vez más dinero, aunque reconoce que se autoconvencía a sí mismo de que él controlaba la situación y que no tenía ningún problema de ludopatía. Hasta que todo explotó unas Navidades. “Mis abuelos me dieron la paga, en total 150 euros, y ese mismo día los perdí en la ruleta. Ahí me di cuenta de que sí que tenía un problema y decidí contárselo a la que entonces era mi pareja. Lo peor de todo fue que llevábamos dos años de relación y ella no se podía ni imaginar que yo jugaba a la ruleta. Al final esta es una enfermedad silenciosa, que muchas veces el entorno no es consciente del problema que existe”, reconoce Pablo, que tras contárselo a su novia también se sentó con sus padres para explicarles su situación: “También se sorprendieron, pero su apoyo, como el de mi expareja, ha sido fundamental para que yo haya podido salir adelante. Por eso es importante que las personas que están pasando por esta situación pidan ayuda, porque siempre va a haber alguien dispuesto a echarles una mano”.

Pero aquel suceso solo fue el primer asalto de la pelea que libró Pablo contra la ludopatía. Después de aquella Navidad, decidió no solicitar ayuda externa, principalmente por el estigma y por el temor de encontrarse a alguien conocido. Consiguió estar dos años sin jugar y parecía que aquella necesidad de ir casi a diario al salón de juegos había desaparecido, pero solo era un espejismo. “Yo no apostaba, pero un amigo empezó a jugar al poker online y yo solía verle y ayudarle y lo mismo hacía con las apuestas deportivas que echaban mis amigos. Al final, yo no ponía dinero pero estaba jugando en mi cabeza a través de ellos”, relata.

Y Pablo tomó una de las peores decisiones de su vida poco antes de la pandemia: “Me dije a mí mismo: ‘Voy a echar un euro, que ya estoy completamente recuperado”. Aquella semana perdió casi 300 euros y la llegada del confinamiento fue la puntilla, porque fue el momento en el que Pablo, como él mismo reconoce, la lio petarda. “Como no podíamos salir de casa me descargué la ruleta online y aquello fue mi perdición. Recuerdo que con 500 euros apostados gané 5.000, que los acabé perdiendo acto seguido y entré en un bucle y terminé perdiendo otros 5.000 euros más. Ahí fue cuando estallé y se lo volví a contar a mi ex y vuelta a lo mismo. Porque al final no fui capaz de dejar de jugar hasta que perdí 5.000 euros en un día, hasta que me pasó algo gordo”.

Pablo tenía entonces 22 años y volvió a recibir el apoyo incondicional de su expareja y de sus padres, a quienes está “muy agradecido”, y terminó reconociendo que necesitaba ayuda para salir de aquel agujero en el que estaba sumido. Acudió a la asociación Aralar, en la que ha estado tres años con terapias grupales e individuales y ayuda psicológica hasta que ha conseguido rehabilitarse. “Ir a la asociación me vino de maravilla, porque ves a personas que están en tu misma situación e incluso peor y al final ese apoyo mutuo también ayuda. Para mí fue fundamental, por eso ahora me he metido en la junta de Aralar, para aportar mi granito de arena”, señala.

Pablo tocó fondo emocionalmente –y casi económicamente– y ahora, con 25 años, es consciente del riesgo que el juego provocó en su vida, hasta el punto de que iba camino de arruinársela. Pero supo pedir ayuda. Ahora acaba de comprarse un piso y le han ascendido en el trabajo y no quiere oír ni hablar de ningún tipo de juego de azar, ni siquiera de la “bien vista” Lotería Navidad, “sé de personas que han tenido muchos problemas por las loterías”, asegura, y lanza un mensaje: “Hay que pedir ayuda, aunque dé vergüenza o miedo, va a haber gente que te va ayudar siempre. Pero también me parece fundamental, sobre todo en el caso de los menores, que se limite y se controle el juego. Tanto en el acceso en los locales presenciales como en el acceso online”.