"No sabemos apreciar lo que tenemos". Esa frase tan veraz como recurrente, se puede aplicar a la perfección a la sardina. Y es que este gustoso pescado azul, a pesar de ser una especie muy arraigada en la gastronomía española popular, ha sido a lo largo de la historia objeto de las más encendidas defensas y de las repulsas más absolutas. Quizás su propia abundancia, paradójicamente, le ha acarreado una consideración social menor de la que merece.

Remontándonos a mucho tiempo atrás, en la antigua Grecia eran más los que las aborrecían que los que las amaban. Hay datos indicativos de esto. La sardina era considerada el alimento de una deidad infernal como Hécate. El mismo Aristófanes, en una de sus comedias, afirma que es "una comida apropiada para un pobre diablo".

Además, los médicos de aquella época eran categóricos a la hora de referirse a las sardinas y decían burradas de este pelo: "Su carne es de pocos valores nutritivos, algo seca y sin sustancia". Afortunadamente, el transcurrir del tiempo ha podido desterrar todos estos prejuicios, y es evidente que los doctores de la actualidad tienen claras sus virtudes nutricionales.

Por algo ya los antiguos romanos las tenían en gran estima. Pero para referencias históricas interesantes en torno a la sardina, cabe señalar la que hace referencia al emperador Carlos V, de quien se ha dicho que era "un auténtico testimonio del pecado de la gula". Se encaprichó tanto con las sardinas frescas que comió en Asturias, en el pueblo costero de Tazones, que poco después hizo que un escribano suyo anotara el nombre del plato y la forma de preparación para poder disfrutar de este manjar en su retiro palaciego de Yuste, a donde las hacía llegar envueltas en nieve, junto con otros pescados como anchoas y anguilas.

Aunque, si de arrebatos de pasión hablamos, es obligado sacar a la palestra los que le daban al escritor Julio Camba al rememorar las sardinas. Y si no, basta fijarse en el famoso artículo que les dedica en su mítica obra La casa de Lúculo. Le hacían pronunciar sentencias tan excesivas como la siguiente: "¿Se imaginan ustedes a alguien cometiendo una estafa para comer lenguado o rodaballo? Pues bien, yo, cajero hipotético de una sociedad cualquiera, sería capaz de fugarme un día con los fondos confiados a mi custodia nada más que para irme a un puerto y atracarme de sardinas. Una sardina, una sola es todo el mar".

Y razón no le faltaba, porque si hay algo que caracteriza a la sardina es su suculencia, su intenso olor, su aroma penetrante, su poderío, en definitiva. Es de los pocos alimentos que es preferible comer con las manos, haciendo caso a ese sabio refrán castellano: "La sardina y el huevo, a dedo".

Sin duda, les recomendamos zamparlas a pie de puerto. Como las que ofrecen a la brasa en la taberna marinera La Rampa, en pleno muelle donostiarra. Pero dentro de los parámetros de lo popular, hay un mundo de posibilidades: albardadas, fritas, ahumadas, en escabeche, marinadas, al espeto (elaboración típica malagueña) o en empanada, de acuerdo con la clásica formula galaica.

TRONCHADAS, PERO NO ROTAS Por cierto, no quisiera obviar una receta singular, precisamente de Galicia, como las sardinas tronchadas, de gran interés y cierto parentesco con nuestras anchoas a la papillot. No se trata de una sardinas que haya que romper violentamente, tal y como pudiera sugerir su denominación; sino que, simplemente, las sardinas están en su punto cuando al cogerlas con un trinchante, la cola se troncha, es decir, se rompe. Son unas sardinas más cocidas que fritas suavemente en aceite de oliva y en su propio jugo, con el dulce acompañamiento de la cebolla pochada en capas, alternado con el pescado, así como un buen chorretón de vino blanco, como por ejemplo un buen Ribeiro.

A pesar de que siempre se ha dicho que la sardina ha estado algo desplazada en los altares de la alta cocina, es solo una verdad a medias. De hecho, tengo en mi memoria gustativa de los últimos años, desde la década de los 90 hasta fechas más recientes, platos memorables con esta pobretona de lujo. Dichos a vuela pluma: la gelée de sardinas con oreja de cerdo y crudités, un peculiar gazpacho con sardinas marinadas, las no menos célebres sardinas con frambuesas con el sello de Ferran Adrià del mítico El Bulli, pasando por el singular fósil de sardinas de su colega Juan Mari Arzak, o el exquisito aperitivo con el que solía comenzar en el Akelarre de Pedro Subijana llamado Sardinas marinadas en txakoli con granizado de aceituna negra y crema de gazpacho.

También las sugestivas sardinas asadas en tartaleta de tomate a la albahaca y ensalada de Idiazabal ahumado, creación de hace unos años de Hilario Arbelaitz del Zuberoa oiartzuarra. Sin pasar por alto las sardinas en semisalazón y levemente ahumadas, asadas al punto rosa, sobre un carpaccio de remolacha confitada, una receta difícil de olvidar del donostiarra Mirador de Ulía, de Rubén Trincado, que nos sedujo recientemente con una dorada laminada, marinada con leche de sardina ahumada y esferas de piparra. Otro sutil entrante de gran actualidad es la sardina con remolacha y crème frâíche, del restaurante Amelia, del chef argentino Paulo Airaudo (en puertas de abrir su nueva ubicación también en la capital guipuzcoana). Sin olvidarme de la estupenda coca de sardinas con eneldo de mar del imaginativo Andoni Txintxilla, del Beheko Plaza de Zumaia. Qué razón tenía el genio culinario de Cala Montjoi cuando dijo: "Una buena sardina es mejor que una mala langosta".

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía

Guardo en mi memoria gustativa platos célebres como las sardinas con frambuesas de Adrià o el singular 'fósil' de Arzak