Para mí sería más cómodo ahorrarme estas líneas que, indudablemente, servirán para que se añadan estrofas a los poco cariñosos cantares que se me dedican, y a mucha honra. Pero, oigan, si hasta el diario La Vanguardia dedicó su editorial de ayer a glosar en tono laudatorio los diez años que acaba de cumplir Iñigo Urkullu Renteria al frente del Gobierno Vasco, cómo va a escurrir el bulto de referirse a la efeméride este humilde tecleador que tiene un gran concepto del de Alonsotegi desde mucho antes de que cupiera imaginar que un día acabaría siendo lehendakari.

Y justo por ahí empiezo mi reflexión. Si era difícil augurar que llegaría a ser la primera autoridad de la demarcación autonómica, no era, ni mucho menos, porque no atesorase valores y capacidades. De hecho, le sobraban. Pero le faltaba lo que, por desgracia, en la política actual suele ejercer de trampolín hacia los primeros puestos de las listas y, en última instancia, los cargos. Me refiero al desparpajo para decir hoy arre y mañana so, o, resumiendo más, a la facultad de regalarnos a los plumillas titulares facilones llenos de chispa pero ayunos de verdad. Qué va. Aunque no es ni por asomo el tipo soso y aburrido que se pinta, Urkullu jamás ha jugado ni jugará la baza de la declaración pirotécnica. Lo suyo es más el trabajo contumaz, casi obsesivo, y una convicción a machamartillo que, desde luego, no le libra de incurrir en errores ni de tomar decisiones equivocadas, pero sí nos da la garantía de que, cuando eso ocurre, jamás es ni por cálculo ni por vocación de hacer el mal. Comprendo que no es lo que se lleva, pero a mí me infunde confianza. Mucha.