Casi todo en la vida tiene dos caras, aquella que vemos y la que decidimos no mirar. Como una moneda con su cara y si cruz. Lo bueno y lo peor. Pienso en esto mientras veo las imágenes del desmantelamiento del poblado chabolista de Walili, en Níjar, en pleno corazón de Cabo de Gata, el paraíso almeriense en el que muchas hemos encontrado un lugar al que volver. Esas playas y sus paisajes desérticos, los pueblos blancos, las noches largas y cálidas, el sonido del mar que rompe...Un mar que para otras personas es la única puerta de entrada a una nueva vida, arriesgando la suya en una dura travesía para acabar, en el mejor de los casos, empleados en los invernaderos del otro mar de plásticos, aceptando condiciones infrahumanas, para cultivar la fruta y la verdura que con orgullo se exporta a Europa.

Pero cuando te acercas a Níjar sí les ves, en sus calles y caminos, volviendo con la bici o el patinete de noche, jugándose la vida en carreteras frecuentadas por miles de turistas, adentrándose en campos de chabolas en las que malviven. El Cabo de Gata tiene dos caras, la que vemos y la que no miramos, pero ellos están allí. Como ese poblado reducido esta semana a escombros, donde hasta ahora y durante los últimos años han residido cientos de migrantes temporeros sin otra opción de casa. Ahora no tienen ni eso. Les han ofrecido para unas semanas un centro de emergencia en una nave industrial, más infravivienda, mientras las entidades sociales critican la situación de estas personas esenciales para el agro almeriense, que tanto las explota, pero invisibles para la sociedad. Es la otra cara del paraíso, la que no quieren que veamos y la que quizás más hay que mirar.