Hace unos pocos años escribía con convicción que “difícilmente la postverdad acabará superando a la verdad”. Evidentemente, los años se van llevando también convicciones. Hay cosas importantes, muy importantes a veces, que comienzan sucediendo lejos de Navarra, pero que con el tiempo, poco a poco o de golpe, acaban llegando también a nuestra tierra y forman parte de nuestra vida y convivencia y son también parte de nuestras propias cosas importantes. Lo cierto es que la postverdad se ha puesto de moda. Es un neologismo para señalar que la apariencia de los hechos es más relevante que los hechos en sí aunque eso signifique avalar una falsedad. Lo que ahora se denomina pomposamente creación de nuevos marcos desde las agendas políticas, judiciales e informativas.

Un eufemismo moderno de la mentira de siempre. Pero ahora, con la amplitud casi ilimitada de la capacidad de comunicar, las mentiras pueden resultar verdades incuestionables que se aceptan de forma natural. De entre todas las postverdades sostenidas sobre todo tipo de teorías negacionistas que caminan de la mano de esa gran alianza ultrareaccionaria y conservadora que se va imponiendo en todo el concierto internacional, hay cuestiones que resultan evidentes a la vista de cualquier ciudadano formado. La ola de fanatismo que apunta a las personas migrantes o LGTBI+, por ejemplo.

Hay más nuevas postverdades igualmente inaceptables de la extensión del odio como argumento de acción humana que se van imponiendo con cada vez menos capacidad de resistencia democrática. Pero de entre todas ellas, hay dos que me cuesta comprender la facilidad con que han calado en la cotidianidad de nuestras vidas. Una es la consideración social del enriquecimiento concentrado en muy pocas manos a costa de un empobrecimiento cada vez más extenso que afecta año a año a más cientos de millones de seres humanos. La valoración emocional –incluso ahora también política y electoral–, de la corrupción, la ignorancia, la estupidez y el delito en todas sus dimensiones como medios asumibles para alcanzar la riqueza personal aunque sea a costa de construir un mundo cada día peor para más personas. Y la otra es la herencia ambiental que dejamos para el futuro. Llevamos años, bastantes ya, recibiendo el mensaje constante de que nos estamos cargando el equilibrio ecológico y el medio ambiente, el planeta Tierra y todas sus especies vivas, incluida la humana.

Pero parece que los mensajes se pierden en el camino. Las sucesivas cumbres internacionales sobre el clima acaban en desacuerdos o en acuerdos de mínimos que siempre se incumplen. Pienso que las consecuencias de este desastre global acabarán recayendo sobre la vida de nuestros hijos e hijas cuando tengan más o menos mi edad actual. Y de nietas y nietos si los hay y más allá hasta donde sea capaz de llegar este mundo.

Serán ellos las víctimas de una degradación humana y democrática si se consolida el odio y la avaricia como bases de la sociedad –son el mismo odio y la misma avaricia que ya hemos conocido antes y visto sus brutales consecuencias–, y el negacionismo medioambiental a los que nosotros habremos contribuido con entusiasmo, con insensatez y con un descarnado egoísmo. Una nueva batalla se libra en el mundo.