El franquismo fue un proyecto de memoria porque desplegó un sinfín de iniciativas para perpetuarse, aunque fuera urbanísticamente, en la sociedad española. Inundó las calles de todas las ciudades y pueblos de cruces, monumentos y placas en homenaje a sus caídos. Los vencedores no tuvieron vocación de convivir, sino de humillar. De ahí que la victoria franquista en todos los ámbitos fuera tan aplastante que su huella, terrible, asesina, cruel nos persigue hasta en la memoria de las piedras.

Como han escrito los investigadores Raúl López Romo y Bárbara Van der Leeuw, “dichos lugares de memoria constituían el corazón simbólico del régimen y transmitían a diario sus principales ideales de lucha; exaltando la muerte, con toda su fuerza emotiva, como el sacrificio más grande que uno podría hacer por la patria”. 

Por ello las políticas democráticas de memoria han tendido a eliminar los vestigios franquistas. Se han cambiado nombres de calles, se han retirado escudos y emblemas y se han revocado medallas y nombramientos. Una memoria limpia pasaba, necesariamente, por esa deconstrucción. 

En Navarra nuestro símbolo fundamental de la dictadura es el Monumento a los Caídos, un edificio diseñado precisamente para que el espacio urbano y visual girara en torno a él. Como apología del franquismo, consolida un trazado típicamente fascista, conectando el corazón de la ciudad (la plaza del Castillo) con un mausoleo a sus héroes de guerra a través de una avenida que ensalza ese final apologético. Ese espíritu se mantuvo casi intacto hasta 2016, cuando los cuerpos de Mola y Sanjurjo fueron exhumados. 

Las políticas de memoria suelen pretender, al menos, tres objetivos: reparar en la medida de lo posible el daño sufrido por las víctimas, garantizar la no repetición y deslegitimar socialmente la violencia y los discursos de odio que lleva aparejados. La Ley de Memoria histórica de Navarra contempla la realización de un censo de símbolos franquistas para facilitar su eliminación. La norma los considera  símbolos que ahondan en el dolor de las víctimas. Y no entra en cuestiones de tamaño, es decir, no ordena quitar una placa en una calle porque sea pequeña, sino porque es hiriente para la memoria privada de una familia y para la memoria democrática de todos. La ley contempla ese mismo tratamiento para el Monumento a los Caídos, al que, sin citarlo explícitamente, engloba en ese largo listado de símbolos, escudos, insignias, placas, banderas y otros objetos de exaltación de la sublevación militar que debe contemplar el mencionado censo.

No es lo mismo un lugar de perpetración que un lugar de conmemoración. Como sugiere Reyes Mate, si Auschwitz es capaz de asumir un valor simbólico, y resignificado, respecto a las víctimas es porque fue un acontecimiento singular y, al tiempo, ejemplar. Nuestro Monumento a los Caídos no fue singular y jamás será ejemplar. Al significado de origen hay que sumarle el uso que durante mucho tiempo grupos ultras le han dado: ha sido escenario de misas para honrar el golpe de Estado. Ello ha provocado que, con razón, muchas víctimas y buena parte de la ciudad consideremos que la mera presencia del monumento es un agravio. Y, sin duda, es un recordatorio permanente y humillante del asesinato de nuestros 3.452 republicanos y republicanas.

Existe, además, otro argumento en términos urbanísticos. La centralidad del mausoleo lo convierte en un elemento capador: funciona como una muralla que parte en dos la ciudad. El Monumento a los Caídos corta la relación entre el nuevo barrio (Lezkairu) y la vieja ciudad, y así la hace menos vivible. De hecho nadie pasea por sus escalones, nadie convive en sus arcadas, ahí no suceden cosas. Es un espacio urbano fracasado, por hostil.

El espacio urbano muta y renace en muchas ocasiones. Así pasó en Bilbao ante el cierre de los altos hornos, en la industrial Manchester y así lo decidieron también nuestros antepasados cuando tiraron parte de las murallas de Pamplona. El vacío, la desaparición de un espacio físico permite en muchas ocasiones construir un nuevo ambiente urbano y sanear lo existente. También ocurrió en Berlín con el muro.   

La capital alemana tuvo la certeza de que necesitaba tirar el muro y, a la vez, cuidar la memoria de lo que ese trozo de piedra y alambradas representaba. Sin esa actuación, la ciudad alemana se hubiera quedado partida en dos, como una herida que no termina de cicatrizar en un pasado que no termina de irse. 

Por todo esto creo que lo único que nos queda hacer con el Monumento a los Caídos es demolerlo. No tiene ninguna importancia arquitectónica, no tiene tampoco ningún interés histórico, como lo pudiera tener el Valle de Cuelgamuros, construido por presos del franquismo, y no tiene desde luego ningún interés afectivo para la mayoría de la ciudad, al contrario.

La demolición hará que podamos recrear un paisaje nuevo y atractivo acorde con las nuevas referencias, con los nuevos tiempos, con las nuevas necesidades y con una memoria democrática que aún está en construcción. Un nuevo espacio donde poder volcar los nuevos consensos de la ciudad y poder reflexionar sobre el impacto de la violencia en el espacio urbano. Destruir para recordar y sanar, por eso es un momento de oportunidad para Pamplona.

Derribar ese lugar y regenerarlo nos ayudará a hacer crecer una ciudad más hospitalaria y a asumir la modernidad no como despilfarro, sino como instrumento que restaura las heridas del pasado.

Ojalá que el Ayuntamiento de Pamplona, único competente para actuar sobre el Monumento, y derribarlo, escuche el clamor de las 29 asociaciones memorialistas que han pedido su demolición.

El autor es redactor de la Ley Foral de Memoria Histórica