Esta medida legal impulsa la producción y uso de fuentes de energía renovable, la agricultura climáticamente inteligente y la rehabilitación y mantenimiento de las costas, áreas forestales y hábitats impactados por la crisis climática. La ley coloca por vez primera a la república en el camino de cumplir con los compromisos del Acuerdo de París y permitirá reducir las emisiones de carbono en aproximadamente un 40% para 2030. Esto supone reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en aproximadamente una gigatonelada o mil millones de toneladas métricas en ocho años.

La perspectiva legal es novedosa. Una ley encaminada a reducir la inflación reducirá el déficit, disminuirá el precio de la cesta de la compra, bajará el precio de los medicamentos, exigirá a las grandes corporaciones que paguen la parte que les corresponde al erario público (empresas con más de 1.000 millones de dólares en ingresos tendrán una tasa impositiva del 15%) y, combatirá la crisis climática. Un logro legislativo histórico en la lucha contra intereses especiales que beneficia a las familias trabajadoras, genera empleo y hace crecer la economía desde abajo hacia arriba, y no a la inversa.

Con un siglo de retraso

La perspectiva legal es asimismo esperanzadora, pero lo cierto es que llega con más de un siglo de retraso.

En el curso de sus exploraciones a finales de siglo XIX, el explorador John Muir contó cinco aserraderos ubicados en el margen inferior del cinturón formado por el ecosistema de las grandes coníferas de California, todos los cuales cortaban madera de Redwood y la vendían como sequoia. Uno solo de los más pequeños de estos talleres había amputado 600.000 metros de madera en 1874. Como consecuencia de esta explotación del medio, entre 1850 y 1910 la superficie habitada por los estos titanes prehistóricos se redujo en un 95%.

En 1873 uno de estos árboles fue cortado para que el muñón pudiera usarse como pista de baile, una pista de cerca de 100 metros cuadrados. Otro, uno de los más esbeltos, de más de cien metros de altura, fue desollado hasta una altura de 35 metros del suelo y la corteza se envió a Londres para mostrar al público británico “lo estilizado y grande que era este tipo de árbol”. El ejemplar, por supuesto, murió, pero aún sostiene sus brazos en alto como una ruina horriblemente desfigurada que denuncia los abusos del absurdo humano. “Cualquier idiota puede talar árboles. No pueden defenderse ni huir”, aseguró Muir frente a este espectro. A pocos o ninguno de estos auto-titulados emprendedores se les ocurrió crear semilleros o plantar nuevos brotes, pero el cultivo artificial tampoco iba a poder contrarrestar el factor humano, porque “se necesitan más de tres mil años para que algunas de las sequoias más antiguas crezcan, árboles que aún se mantienen en perfecta fuerza y belleza, ondeando y cantando en los poderosos bosques de la Sierra”. Pero se destruían por miles al año. Era preciso proteger los árboles de la depredación y prohibir la deforestación mediante la creación de espacios protegidos.

Defensa del medio natural

No fue hasta la década de 1870 que Muir y otros naturalistas, biólogos e incluso algún político iniciaron un movimiento en defensa del medio natural. “Los agravios cometidos contra estos árboles –escribió el autor–, agravios de todo tipo, se cometen en la oscuridad de la ignorancia y la impiedad, pero cuando llega la luz, el corazón del pueblo siempre tiene razón”. Junto con Robert Underwood, editor de la revista Century, Muir impulsó a partir de 1890 la creación del Parque Nacional de Yosemite. Sus escritos ayudaron a cambiar la actitud de los ciudadanos hacia la naturaleza y convencieron al gobierno de los Estados Unidos de la necesidad de proteger las reservas naturales del país.

Posteriormente se publicaron en forma de libro bajo el título de Our National Parks en 1901. Muir pidió que se tomarán medidas adicionales cuando en 1903 acompañó al presidente Theodore Roosevelt en su viaje al oeste y, 44 años después del establecimiento de Yellowstone, el presidente Woodrow Wilson creó el Servicio de Parques Nacionales el 25 de agosto de 1916. A día de hoy, esta oficina federal protege 400 hábitats naturales que cubren un total de 340.000 kilómetros cuadrados de terreno, más de cuarenta veces la superficie de Euskal Herria.

El escritor e historiador Wallace Stegner dijo que los Parques Nacionales fueron “la mejor idea del país”. Absolutamente democráticos, reflejan lo mejor del ser humano. Y esta idea ha sido alimentada por más de un siglo.

“¿Por qué se valora el ser humano a sí mismo como algo más que una pequeña parte de la gran unidad natural?”, se preguntó Muir. Atacó la noción predominante de que la naturaleza existe sólo para proporcionar productos básicos a los seres humanos. Su visión de que todas las formas de vida forman una comunidad de iguales todavía inspira a personas que aspiran a conservar la naturaleza y trabajan para protegerla. Cien años después, aproximadamente el 90% de los bosques de sequoias gigantes y el 80% de los bosques de Redwoods que han sobrevivido viven en parques y reservas naturales. Pero queda mucho por hacer para garantizar que las generaciones futuras puedan disfrutar de estos magníficos lugares.

En casa tenemos también mucho trabajo por delante. Ya en la segunda mitad del siglo XI el fuero de Estella regulaba que, si alguien talaba un árbol en una heredad ajena o en los campos comunales de la villa, debía pagar una multa anual por las ramas y por la sombra, y si el árbol era frutal, otro tanto por el fruto, hasta que plantase otro árbol en el mismo sitio; y debía jurar que era tan frondoso como el anterior. Estas normas se repiten desde entonces en todos los fueros vascos.

A mediados del siglo XIII, el fuero de Navarra regulaba la tala de árboles en su libro sexto y estas normas se recogieron en diversos textos jurídicos vascos hasta el siglo XIX: “[Y] que se atienda mucho a la observancia de la ley que dispone que por cada árbol que se cortare se planten dos de nuevo, y que todas las repúblicas y lugares la décima parte de sus propios [se] distribuyan en plantar árboles y en guiarlos y beneficiarlos”. Los incendios del verano pasado son un anuncio de las perturbaciones que el clima va a generar en nuestro ecosistema en un futuro próximo, por lo que la reforma de la legislación y otras acciones paralelas en esta materia es una cuestión urgente.

Falta el impulso privado

Si bien existe una mayor conciencia sobre la necesidad de luchar contra el cambio climático y proteger la biodiversidad, la mayoría de las inversiones en este ámbito provienen del sector público y, en menor medida, de bancos de desarrollo, ONGs y fundaciones. Actores del sector privado e instituciones financieras han evitado invertir en la salud del planeta debido a su “alto riesgo y baja rentabilidad”.

La Ley de Reducción de la Inflación envía otro mensaje: tomar medidas para contrarrestar el cambio climático es fiscal y económicamente rentable, y también posible, deseable y necesario. Es lo que afirman 126 destacados economistas, incluidos siete premios Nobel, dos exsecretarios del tesoro, dos exvicepresidentes de la reserva federal y dos expresidentes del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca. Pero, fundamentalmente, hablando de riesgo y rentabilidad, son nuestros hábitats los que nos hacen humanos; sin ellos no hay vida.