A su pareja le dice lo justo para que no sufra y ella se conforma con que vuelva. “Tienes que llegar a tal hora. Como si es a rastras, pero llega”. Lo normal teniendo en cuenta que, amén de otros accidentes, Richard Robles, alpinista de Basauri, fue sepultado el 31 de marzo de 2001 por un alud en el Pirineo aragonés.

¿Dónde le sorprendió el alud?

Estaba casi llegando a la cima del Garmo Negro con dos amigos. A los madrileños que rompieron la placa con los esquís los pilló bajando.

Un amigo suyo dijo que oyó un trueno y una ola de nieve los engulló.

El ruido fue ensordecedor. Pensé que se iba a quedar en el collado, pero golpeó y vino hacia nosotros. Era gigantesco. Nos dijeron que podía medir diez metros de altura. Cuando vi que venía, pensé: Uf, eso me mata.

Y se vio envuelto en la avalancha.

La onda era tan fuerte que, antes de llegar, ya te desplazaba. Estaba dentro de una lavadora dando vueltas. De repente salí hacia arriba y dije: Ostras, a ver si paro y me quedo aquí, pero caí por una especie de barranco y ahí me quedé, vivo y consciente, claro.

Sepultado bajo un manto de nieve.

Estaba enterrado a metro y medio. Ya no había ruido. Me quedé en shock. Es como si te pega algo al corazón. Es agónico, respiras agitadamente... Los primeros segundos fueron... Empiezas a medio gritar y a morder la nieve para hacerte hueco y de repente dices: Hostias, que estoy vivo.

¿En qué posición quedó?

De pie. Enfrente veía la claridad e intentaba excavar, pero era imposible porque estaba ya muy duro. Ahí estaba, luchando contra mí mismo. En la cabeza, cosas buenas que te vienen, cosas malas... Valorando un poquito cuánto tiempo tenía que aguantar.

¿Y cuáles eran sus cálculos?

Yo dejaba siempre escrito a dónde iba. Era sábado. El domingo a la noche mi prima, que vivía enfrente de mí, me llamaría y, al ver que no estaba, iría a mirar la nota. Para el lunes a las ocho me empezarían a buscar. 

¿Pensaba de verdad que iba a aguantar todo ese tiempo sepultado? Se lo diría su cabeza para sobrevivir...

Sí. Había leído en un libro de supervivencia de Dominique Le Brun que es muy importante la cabeza para no volverse loco y desesperar. Es más, meses atrás en Andorra murieron sepultados siete u ocho. Solo sobrevivió uno, que se puso bajo una roca y, aunque estaba tapado, tenía espacio. Lo encontraron siete días más tarde. Yo pensaba: Si ese tío ha durado siete días, yo, que soy de Bilbao, ¿cómo no voy a aguantar hasta el lunes? Me tenía que motivar para no venirme abajo, porque te vienes abajo, pero la hipotermia iba llegando.

¿Podía mover brazos o piernas?

Nada. La pierna izquierda la tenía contra el pecho y la derecha, hacia atrás, como si fuera a saltar. La mano derecha la tenía en la parte de atrás y la izquierda, encima de la rodilla. Con esa, escarbando, me toqué un poco la cara. Fue una sensación muy agradable y dije: Tranquilo, que estás vivo y tienes dos compañeros que igual están peor. Como sabía que la salida la tenía enfrente, intenté excavar. Me sangraban los dedos porque iba sin guantes y en camiseta. Hacía calor y lo tenía todo en la mochila.

¿Cuatro horas bajo la nieve y en camiseta? Resulta inexplicable.

Ni los médicos se lo explican. Tuve mucha suerte. El médico me suele decir que fueron las ganas de vivir. De todos modos, cuando me sacaron estaba a punto de morir. Tenía entre 12 y 18 pulsaciones por minuto, estaba como un pajarito, apagándome. 

¿Estuvo todo el tiempo consciente?

No. Si fueron cuatro horas, yo más de media hora no estuve consciente. Me empezaron a doler las piernas y los brazos. No sé si de las congelaciones, pero se me subían las bolas. Yo seguía excavando fuerte, pero el dolor de todo el cuerpo era tan grande que recuerdo que dije: Descanso un segundo y sigo y ahí perdí la consciencia. 

¿Recuerda cómo le rescataron?

Me acuerdo del perro y de que vieron mi mano, la moví y alguien dijo: Hostias, si está vivo. Y yo pensando: Pues claro, ¿cómo no voy a estar vivo? El hecho de que estuviera inconsciente y luego volviera a la consciencia, según me explicó el médico, es un reflejo antes de que te dé un paro cardiaco. Tenía 30 grados corporales. Luego me enchufaron el suero de calor. Me dijo que mucha gente muere después porque la sangre ya está muy densa y, al meterle el calor, se cristaliza. Me tocó la lotería y ya está.

¿Qué fue lo primero que dijo al salir?

Solo dije dos palabras: coca-cola, por la deshidratación, y abductores, porque perdí todo el potasio y, a poco que me movían, me dolía. El helicóptero llegó rápido. Pensaba que me habían bajado a Baños de Panticosa, me habían metido en un coche y con el movimiento de las curvas del puerto me iban a matar, pero en realidad ya estaba en Huesca, en una ambulancia camino del hospital.

¿Qué secuelas le quedaron?

Perdí bastante movilidad en las piernas, pero en junio ya estaba en el Mont Blanc y, dos meses después, me fui a Perú con mi compañero de cordada. 

¿El susto no interfirió en sus planes?

No. Recuerdo que el médico me metió en una sala a oscuras, porque al principio no veía bien, y me estuvo haciendo pruebas. Me iba tocando los dedos para ver si tenía sensibilidad por las congelaciones y me dijo: “Me imagino que por esta chorrada no dejarás de hacer montaña”. Me pareció chocante. Mi respuesta fue: “Pues no lo sé, tendré que probar y la cabeza decidirá”. Y decidió que sí, que seguíamos para adelante.

¿Tuvo alguna otra secuela?

Las manos me dolían y no se me quitó el hormigueo hasta pasados unos meses. Yo siempre he trabajado en logística y, con el ordenador, no notaba ni las teclas. La vista tardé uno o dos días en recuperarla. Veía nublado. A los primeros que vi fue a mis dos compañeros, que estaban como si les hubieran dado una paliza. Le dije a Lucas: “¿Cómo estáis?”. “Anda, anda, cabrón”.

¿Estaban preocupados por usted?

A ellos los volteó la avalancha, lo que pasa es que un brazo de Lucas se quedó fuera y lo sacó Álvaro. Luego sacó a otros tres o cuatro más. Y decía: “Yo sacaba a uno y no era Richard. Y sacaba a otro y tampoco era”. Lo pasó mal. Estaban cojos, golpeados.

¿Sufrió pesadillas tras el alud?

No. Es más, lo hablo mucho con la gente: “¿Te puedes creer que nunca he tenido el sueño de estar sepultado?”. Al principio pensé que iba a tener pesadillas y lo iba a pasar mal viviendo otra vez ese relato, pero felizmente no las he tenido. Igual me habrían hecho sentar la cabeza.

¿Nunca ha sentido claustrofobia?

No, pero sí he tenido sustos en la montaña. Escalando en Gavarnie nos cayó una especie de avalancha y nos tapó un poquito, pero teníamos más miedo de que lo que cayera fueran bloques de hielo y nos mataran. Buscamos las mochilas y marchamos por si acaso. El resto, los miedos que tenemos los alpinistas de aquí no me puedo caer, porque me mato o me hago una avería. Somos conscientes, pero es la adrenalina que nos mueve.

¿No fue inquieto la primera vez?

Hombre, sí. Desde luego que iba muy abrigado, que me pille con todo. 

Dice que, estando sepultado, pensó cosas buenas y malas. ¿De su vida?

Hay cosas personales, de mi vida, que solo se las cuento a dos o tres.

La muerte se le tuvo que pasar por la cabeza. Haría alguna reflexión...

Por supuesto, el saber que te has equivocado, que tenías que estar en casa, haberte quedado en el sofá… A este tipo de cosas le daba vueltas.

¿Celebra cada año el 31 de marzo?

Sí, alguna vez he comido con un compañero. Si puedo y ese día tengo fiesta, me voy al monte a pensarlo y darle vueltas. Me acuerdo mucho. Me ayuda, además. Por ejemplo, ahora que estoy en el paro digo: Esto no es nada. Estabas peor ahí. ¿Saliste? Pues para adelante con lo demás.

Le ha ayudado a relativizar. Cuando está en riesgo la vida...

No lo dudes. Cuando estaba allí sepultado una de las cosas que pensé es que daba todo lo que tenía, el trabajo, el dinero, por salir de ahí, aunque fuera solo para vivir un día más. Eso me vino a la cabeza.

¿Aunque luego se muriese? ¿Lo dice por no sufrir esa agonía?

Sí. Yo siempre suelo utilizar esa palabra. Si tengo que describirlo, estar sepultado es agónico.

Hoy día ¿qué piensa de aquello?

Que qué suerte, más suerte no se puede tener. Es que son cuatro horas y metro y medio de nieve. Qué suerte porque caí de pie. Yo creo que si hubiese caído de espaldas o boca abajo, el cerebro es muy inteligente y me habría desconectado ipso facto. No habría sido tanta la angustia.