Toda ciudad es un juego de desasosiegos. Más si oyes al alcalde decir en una entrevista que la gente lo que quiere son unos Sanfermines de blanco, tranquilos, de familia, procesión y luego al aperitivo. Vaya, unas fiestas brilli-brilli. Bueno, es una opción, muy hetero claro, pero qué quieren que les diga, tirar de nostalgia así confirma el fracaso de la imaginación política. Más, cuando hace un año decías que había que reflexionar sobre el modelo festivo y ahora dices: “es muy difícil aportar cosas nuevas, lo que demuestra que es una fiesta muy consolidada”. Joder pues no lo parece; has tomado decisiones unilaterales, clasistas y maniobrado, has mandado a las esquinas a los diferentes, a la gente que te molesta en el centro porque su lugar, piensas, está en los márgenes. Y has vetado el centro a quienes te cuestionan políticamente , como queriendo expurgar la ciudad de cualquier ingrediente de conflictividad. Sin embargo, has recentralizado a quienes te jalean porque son de los tuyos, como ese lobbie hostelero dueño y señor del Casco Viejo.

Maya se apunta así al extremocentrismo, a la nueva sensatez sanferminera. Pero si queremos unas fiestas democráticas, más allá de la normatividad nostálgica, habrá que cuestionarlas, revolverlas y politizarlas frente a la mercantilización salvaje que padecen desde que el capitalismo festivo se las tragó de la mano de la espectacularización y la turistificación. No es fácil. Porque los Sanfermines activan recursos emocionales y simbólicos a discreción. Pero tampoco imposible. Como no fue dejar de fumar en los bares.

Los Sanfermines, dijo una vez un mozocasta con lábel de pamplonidad, no necesitan un juicio sumarísimo. A lo que otro menos casta contestó que ninguno de los actores esenciales de la fiesta se atreve a señalar al rey desnudo, quizá por miedo a matar la gallina de los huevos de oro. Va a ser eso.