Accidentes digitales
De cría fui más bien dada a la conversación y las ensoñaciones y en consecuencia, escasamente accidentable. Si jugaba a la cadena o al escondite era porque tocaba. La goma o la cuerda ya me gustaban más, pero lo que se dice sudar y la cosa olímpica siempre me han dejado fría. Recuerdo algún tropiezo patinando y algún otro con la bici, pero el mayor destrozo fue el de la rodillera de un pantalón de pana precioso y recién estrenado y eso que mi madre me avisó, quítatelo, ponte otra cosa. Pero con aquel pantalón verde botella sobre mi BH amarilla yo me sentía la reina del mambo, aunque quizá sea más correcto decir la reina de los mares. El mambo llegó más tarde. Y así fue hasta que empecé a bajar la cuesta del Sadar, que aún no era un reyno, y me la pegué. Mucho antes de Verano Azul y sin playa ni banda sonora, los vecinos y vecinas íbamos en bici por campos y andurriales que ya no existen como tales. Qué mayor me estoy haciendo. Una vez me picó una araña y me puso el pie como una bota, otra me caí a unas ortigas, la gimnasia escolar me dio algún sustillo, poca cosa, y luego, décadas de feliz integridad física con lo que conlleva de placidez mental. Un oasis.
Pero llevo una temporada que no paro. Lo mismo se me cae una persiana en la nariz que me quemo o me doy con la cabeza en la puerta de un armario. Lo último, esta semana. En la sección de residuos domésticos, la primera falange del dedo corazón de la mano derecha recibió la sorpresiva y profunda irrupción de un cristal agudo y traicionero. Me sangraba el corazón. El bendito dedo chorreaba como si no tuviera otra cosa que hacer. Mi abuela decía algo que en su momento no comprendí y la vida, generosa, me lo explica a cada paso: la mujer garbosa, la perdición de la casa. Yo consideraba que el garbo era positivo, ¿no? Pues según. En casa sobra. Si no hubiera agitado y golpeado el filtro de la cafetera con garbo torero, no habrían caído los posos del café fuera de la bolsa, exactamente entre la bolsa y la pared del cubo y no habría metido la mano para rescatarlos y en su trayectoria, mi malhadado dedo no se habría cruzado con el agresivo cristal sediento de sangre. Es decir, que con un poco de procedimiento, tranquilidad o pachorra, ya limpiaré los posos cuando se llene la bolsa o salgan bichos, habría evitado todo lo demás.
Un llamativo vendaje cubre la herida punteada, inmoviliza el dedo y obstaculiza cualquier tarea. El dedo corazón de la mano derecha es un dedo útil y valiosísimo, no como el anular, prescindible como su nombre indica. Picar verduras resulta difícil sin su concurso y escribir ni les cuento. Son infinitas las ocupaciones en que su limitación me produce menoscabo y privación sin cuento. La brecha digital me duele, me ralentiza y me deja fuera de juego. Llegarán tiempos mejores, no lo dudo, pero hay que pasarlo.
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