Mientras seguían defecando desde las cloacas del PP nuevos aires pestilentes de corrupción, Pedro Sánchez regateaba con indisimulado esfuerzo en el Congreso la intencionada doble pregunta de Albert Rivera sobre un posible indulto a los líderes procesados del independentismo catalán. Paradójicamente, en la misma mañana de otro pleno histriónico de control al Gobierno venían a coincidir esta semana las dos principales coartadas de mayor calado para condicionar el futuro político inmediato. El insoportable hedor de la depravada connivencia de Dolores de Cospedal con el chantajista comisario Villarejo devuelve a Pablo Casado a la casilla de salida de su elección como presidente del PP, reaviva la pesadilla de sus cuadros y candidatos para las próximas elecciones y diluye el efecto integrador de su aguerrido discurso. A su vez, el presidente socialista se refugia en el lirismo para no pillarse las dos manos ante la intencionada interpelación del líder de Ciudadanos. La derecha, y muchos más, intuyen que en la Moncloa se ha diseñado ya un escenario de medidas de gracia para restañar de inmediato las previsibles decenas de años de cárcel que sustanciarán el procés semanas después -y nunca antes- de las elecciones locales, autonómicas y europeas de 2019.

No está descartado que Cospedal tenga que declarar ante un juez sobre sus tropelías, que han acabado por destrozar la vergüenza del personaje. Mientras, en el PP hay un amplio espectro de dirigentes de nuevo cuño que tampoco se rasgan las vestiduras por semejante destino judicial. Han llegado a la conclusión hace tiempo que sólo los tribunales pueden acabar tirando por la ventana de Génova a su tribu de corruptos. Pero antes de conseguir esta pretendida catarsis les espera un calvario demoledor por esas espurias grabaciones que mancillan la política, recuperan los métodos mafiosos y avalan la desintegración ética de un partido que reflejaba la sentencia del caso Gürtel. Todo ello, en vísperas de las elecciones andaluzas, en medio del tormentoso mandato de un nuevo líder en busca de su perfil y sin la fuerza moral suficiente para debilitar la zigzagueante gestión de un gobierno azorado por sus propias incongruencias.

Valdría la causa catalana para desnudar el pragmatismo desideologizado del Gobierno socialista, principalmente de su presidente. Sánchez ha dejado de ver rebelión en el desafío del soberanismo catalán. Aquel dirigente que instaba desde la oposición a la aplicación inmediata del artículo 155 para frenar la insurgencia independentista en el Parlament, compartiendo el frente unionista, es ahora quien aboga por buscar las penas más livianas posibles. No le cambia la cara de color cuando lo explica. Para cada situación siempre tiene un discurso y así gana un día más a su continuidad para desesperación de sus detractores. Es consciente de que en el empeño por proyectar una imagen de distensión dentro de la ley y el Código Penal le va buena parte de su suerte futura, pero no toda. Debería tenerse en cuenta para no caer en un juicio equivocado que jamás Catalunya ni una hipotética prórroga presupuestaria condicionarán lo más mínimo su firme determinación de seguir sin convocar elecciones al menos hasta el próximo otoño.

Con todo, no debería pasar desapercibido entre el sector más racional del independentismo catalán el indudable desgaste político que representa para el PSOE en buena parte de España instar a la Abogacía del Estado a que reduzca a sedición y malversación -quizá lo más sensato y justo- el motín institucional del procés. A un mes de los comicios en su territorio, es muy posible que Susana Díaz digiera hastiada este gesto de Sánchez, dotado del suficiente veneno político para contaminar buena parte de la campaña. Pero nunca será suficiente, al menos en público, para la Crida Nacional de Puigdemont, sobre todo, y ERC en menor medida. Sienten la obligación de agitar la exigencia, en compañía del atormentado Quim Torra, de que no hay otra salida que la absolución para sentarse a negociar de verdad. Ellos mismos saben que ese anhelo conduce a una salida inviable y que, además, siempre será imposible con un gobierno de derechas en Madrid. Otra cosa es que la cronificación del actual conflicto responda a una táctica rentable entre quienes se van quedando apegados al radicalismo. En caso de duda, que consulten a Oriol Junqueras -la esperanza de la bilateralidad-, convencido de que es irrealizable destruir ahora la judicialización de una causa que, desde luego, solo acabará teniendo en su día una salida política. Y nunca estará en manos de Casado y Rivera.