EL Senado existe. En medio de la rechifla estéril sobre el colchón de Pedro Sánchez como reflejo del paupérrimo nivel político imperante, el paraíso terrenal del parlamentarismo español más inoperante se sacude sus vergüenzas. Justo en el último estertor de una legislatura acuñada por la polémica legitimación del 155, el PP se ha disfrazado de VOX. Lo ha hecho fatídicamente el mismo día que la ultraderecha pone su primer pie en una institución estatal. El inexplicable desprecio a la autonomía vasca a la sombra del tamiz ideológico y jurídico refleja apenas la punta del iceberg de esa creciente propulsión unionista que ha inoculado el mensaje territorial de la nueva derecha. Este golpe de timón de la desafiante dirección popular, que se lleva por delante la cordura y deja al borde del abismo a su gente en Euskadi, debería entenderse rápidamente como un nítido mensaje del clamor que asoma inexorable para que nadie se llame a engaño cuando atruene de una vez. La apuesta por la inmediata implantación del estado de excepción en Catalunya y la paulatina negación del hecho diferencial supondrán los pilares de la política recentralizadora sobre la que gustosamente empezaría a desenvolverse el mandato de un gobierno alternativo a la actual mayoría.

Pero es muy posible que ya nada sea igual en el Senado a partir del 28-A. La fundada posibilidad de que el PSOE gane las elecciones y el efecto arrastre de las papeletas le proporcione una suculenta ventaja en la Cámara Baja enrabieta a Pablo Casado y Albert Rivera. Sin su actual mayoría absoluta, la aplicación del 155 quedaría reducida a una quimera y desnaturalizaría, por tanto, la esencia del reiterativo discurso de mano dura y ley implacable contra la insurgencia catalanista. Los derechistas lo temen hasta el extremo de sopesar la creación de una candidatura conjunta que estremece al ala menos entreguista de Ciudadanos solo de imaginárselo.

Rivera se lo está jugando todo a una carta, aunque no consigue que se tomen en serio sus compromisos antes de repartir la última baraja. Temeroso de que las relaciones amistosas amarilleen su imagen en la prensa rosa y en tuits chabacanos, esta eterna promesa de un establishment ahora cada vez más indeciso pretende hacer saltar la banca explotando en Madrid la imagen ganadora de Inés Arrimadas -pintoresca su excursión reivindicativa a Waterloo- contra el independentismo. Un puente aéreo de alto riesgo aunque con un trasfondo de hondo significado. Rivera apuesta lógicamente por destronar a Sánchez. Ahora bien, si no lo consigue porque el PP les vuelve a amargar la tarde como en Andalucía donde se las prometían tan felices de víspera, o tal vez el PSOE se entiende con los enemigos de España, quedaría condenado a disimular su ostracismo con el pataleo durante cuatro años. Y en ese caso emergería la figura rutilante de Arrimadas. Un triunfo del PP le podría dar la presidencia del Congreso y, a su vez, una reelección de Sánchez alimentaría las aspiraciones de ir desplazando del foco a su líder protector.

A Sánchez, en cambio, nadie le tose en casa. Después del torpedo que lanzó a la vieja guardia del partido durante la excéntrica presentación de su best seller, los críticos estremecen. Lo hicieron los veteranos Barreda y Soraya Rodríguez cuando estalló la patética explicación del relator y ya están fuera de la política. Se han ido por su propio pie, sí, pero después de que se les aplicara el estricto reglamento del discrepante. Son tiempos de muchas listas y la renovación en el PSOE se antoja inevitable por lógica desde un aparato que siempre tomó nota de los afectos y las puñaladas en su largo calvario. Prietas las filas. Adriana Lastra y el ministro Ábalos se saben de memoria el código de selección. Sin perder ripio de la vendetta, el presidente disfruta de la impagable popularidad de su libro en la prórroga de un mandato de final tan atropellado y lenguaraz. De reojo, al tiempo que exprime su capacidad de maniobra con decisiones que dejan huella como el paquete energético de ayer, sigue el juicio contra el procés. Es muy posible que no le haya causado disgusto alguno la manifiesta debilidad de los fiscales -caótica la dubitativa Madrigal- para apuntalar las acusaciones de una instrucción tan criticada y que ha deparado consecuencias tan dañinas como la interminable prisión preventiva de los imputados. Una reducción de años de cárcel siempre sería más fácil de metabolizar en el tiempo, sobre todo si la respuesta a una huelga general acaba reducida a quemar neumáticos.