En estas mismas páginas Jorge Nagore explicaba el dilema en el que se pueden encontrar los potenciales electores de ciertos partidos a quienes las encuestas pronostican cercanía al mínimo legal del 3% establecido en Navarra para poder entrar en el Parlamento foral, como es el caso de I-E. Según este racional, algunos votantes se arriesgan a otorgar papeleta a formaciones que no las transformen posteriormente en escaños, con lo que se perdería para el respectivo bloque ideológico una parte no despreciable de su sociográfico. Y esto podría llegar a tener la consecuencia de vencer hacia un lado u otro la balanza de la conformación de un gobierno. Alguna reflexión al respecto han debido hacer en UPN cuando hace dos semanas ofrecieron su mano al PP, y ahora incluso están dispuestos a rendir su sigla en pos de una plataforma más amplia con Ciudadanos. Se trata de rebañar un plato en que el que no pueden quedar trozos que no alimenten.

Pero el razonamiento de si un elector ha de preferir un voto derivado (el que se decide según circunstancias contextuales) a un voto primario (el que se decide por directa afinidad) es muy interesante. El problema aparece también en las elecciones generales, y será la variable que condicione la composición del Congreso. La gran mayoría de las circunscripciones tienen como Navarra entre cuatro y seis escaños en reparto. Votantes de derechas a los que se les ofrecen hasta tres opciones, y votantes de izquierdas con otras tantas, son llamados a intentar entender cuáles de ellas pueden tener más oportunidad de mojar y centrar ahí la elección por razones de efectividad en la representación. A estas alturas, ya en abierta precampaña, toda la propaganda política versa sobre esta cuestión: cómo asignará escaños el escrutinio, y si es factible que partidos que hayan obtenido hasta un 15% de los votos (entorno en el que se sitúan Vox y Podemos) traduzcan esa fuerza en sólo un 1% de los escaños. Para sazonar los ingredientes de la empanada, la lista del Senado, de elección mediante sistema mayoritario, en la que ciertamente hay más tradición de conformar coaliciones que se aprovechen del modelo “el ganador se lo lleva todo”.

En definitiva, que al elector se le pide primero que elija de acuerdo con una afinidad ideológica apelando a sus convicciones; en segundo lugar que lo haga pensando en el manido voto útil, orientándolo más al bloque que a la preferencia específica, aunque sea tapándose la nariz; y finalmente, que ejerza un voto esencialmente táctico, pensando no tanto en lo que él prefiere sino adivinando lo que van a hacer los demás. Lo que un comercial de ventas llamaría “valor por precio”. Todo esto es una extorsión al elector, una gran tergiversación, un tocomocho al que los partidos apelan con desvergüenza. Algo así como si el mensaje político hubiera degenerado al punto de expresar abiertamente “sí, somos una porquería, pero hoy somos la porquería que más te conviene”. Frente a ello, hay que reivindicar el voto libérrimo, el que sale directo y sin filtros de la cabeza, el corazón o cualquier otra víscera. El voto que te deja a gusto, el voto que puedas recordar sin arrepentirte más de lo habitual, aunque no haya pasado de ser un dígito en el recuento y quede huérfano de representante, el voto que te da la gana. Primero, porque la responsabilidad de conformar ofertas electorales que permitan recolectar un mayor apoyo y que éste se traduzcan más robustamente en escaños es exclusiva de los partidos políticos, a los que se les ofrece la posibilidad de coaligarse. Si ellos no hacen ese trabajo -y no lo hacen porque prevalece el interés particular sobre el del espacio ideológico al que se dice servir-, no pueden trasladar la responsabilidad posterior al propio elector. Segundo, porque éste no está en condiciones de anticipar cuál va a ser el comportamiento de los demás electores y emplear su papeleta con interés táctico, entre otras cosas porque está comprobado que las auténticas fake news del tiempo actual son las encuestas, mentiras a granel que se fabrican precisamente para condicionar decisiones individuales. Y tercero, porque ahora que aumentan las opciones de elegir, lo que depauperaría la esencia democrática sería destruir precozmente tanta nueva diversidad. El mejor voto, el voto libérrimo. El peor voto, el voto que alguien consigue constreñir.