La crisis de los refugiados, que tuvo su punto álgido en 2015 y 2016, fue y continúa siendo una tragedia humanitaria, pero también constituye un síntoma de la crisis estructural de la integración europea. Tanto la Unión Europea como la mayor parte de sus estados miembros fueron incapaces de responder en aquel momento crítico a la llegada masiva de personas en busca de acogida y tampoco lo están haciendo con posterioridad. Este fracaso revela muchas cosas: cuestiona el modelo vigente de gobernanza europea, pone de manifiesto lo débil que es su identificación con los valores que en principio la definen, revela una incapacidad de adelantarse a las crisis, un compromiso insuficiente con la lucha contra las causas que provocan esos desplazamientos (conflictos, pobreza, cambio climático) y una falta de europeización de nuestras obligaciones recíprocas en general y en relación con quienes demandan asilo. No es posible la construcción de un espacio de libertad, seguridad y justicia, como el que se acordó en Schengen en 1985, si la gestión del asilo, el control de las fronteras exteriores o la política de integración están en manos de los estados miembros.

No superaremos realmente esta crisis mientras no examinemos nuestro modelo de inmigración conforme a los principios de derecho, los valores que decimos defender y su tratamiento común a escala europea. Hemos de reexaminar, de entrada, un sistema de asilo que ha sido incapaz de adaptarse a las nuevas circunstancias. La Convención sobre el estatuto de los refugiados de 1951 establecía unos “criterios de eligibilidad” que estaban en función de los parámetros de la Guerra Fría y dejaban sin protección a las personas que provenían de países no europeos. Hoy también son evidentes los límites del sistema europeo acordado en Dublín (en sus sucesivas actualizaciones, desde 1990 a 2013), incapaz de generar una acogida equilibrada de emigrantes entre todos los estados miembros y de garantizar que los derechos de los refugiados sean iguales en cualquier sitio de Europa. Además, no son acuerdos equitativos porque depositan todo el peso de la responsabilidad en los países de llegada, lo que está provocando muchas de las tensiones cuyos efectos perversos son ahora más evidentes. Esta incapacidad de armonizar las políticas de asilo en un espacio europeo de libre circulación está una contradicción con la naturaleza constitucional de la Unión Europea y sus valores.

Como otras muchas políticas, las que se refieren al asilo y a los refugiados están en manos de los estados nacionales, salvo las primeras medidas de emergencia en el 2015, que tuvieron un carácter supranacional, desde las operaciones en el Mediterráneo hasta el desarrollo de las agencias europeas y las primeras redistribuciones entre los estados que incluso podían imponerse contra su voluntad. Pero pronto se puso de manifiesto la incapacidad de las instituciones europeas comunes para hacer cumplir los acuerdos de reubicación que implicaban compartir las responsabilidades de acogida. Enseguida comenzaron a reintroducirse los controles en algunas fronteras y a quebrantarse abiertamente el derecho humanitario europeo e internacional. Un capítulo especialmente inquietante de esta historia lo constituye la estrategia de externalización o subcontratación con Turquía en 2016: Grecia cambia su legislación hasta el punto de considerar inadmisibles las peticiones de asilo sobre la base de que Turquía era un país seguro, algo todavía mas cuestionable desde el fallido golpe de estado de julio de 2016 que permite a Erdogan el endurecimiento de muchas de sus políticas, pero especialmente por el hecho de que Turquía mantiene su reserva histórica a aplicar la Convención del Refugiado a los no europeos (por tanto, a los sirios) y cuando existían informes que testimoniaban que muchos sirios había sido devueltos, pese a su oposición, desde Turquía a Siria. Hubo además una operación para convertir el acuerdo de la UE con Turquía en una mera “declaración política” y no un acuerdo internacional, en el que habría tenido que implicarse al Parlamento Europeo. Al mismo tiempo la Comisión Europea elaboró una lista de países seguros de origen con la pretensión de facilitar el rápido rechazo de las peticiones de asilo y no para la protección integral de los derechos de quienes los solicitaban. Este conjunto de maniobras políticas pone de manifiesto que una Europa incapaz de compartir responsabilidades internamente, busca fuera quien pueda aliviarlas aunque ello suponga atentar contra los derechos fundamentales de las personas migrantes.

Además de los daños sobre quienes demandan acogida y sus derechos, está cada vez más claro el vínculo de ciertos marcos mentales que se han ido asentado en torno a esta cuestión con el resurgir de la extrema derecha y la xenofobia en muchos países europeos. Por eso una de las batallas fundamentales tiene que ver son el examen de los discursos sobre la migración y las contradicciones que revelan sobre nosotros mismos.

De entrada, es insostenible la drástica distinción entre migrantes económicos y refugiados políticos, gracias a la cual el término “migrante económico” ha ido adquiriendo un sentido peyorativo, como si se tratara de alguien que se desplaza sin ninguna necesidad con el ánimo “perverso” de mejorar su situación económica, un derecho que por lo visto solo corresponde a los aborígenes.

El tipo de discursos oficiales que han dominado el paisaje político durante los últimos años ha contribuido a proyectar sobre los migrantes nuestras ansiedades sociales (como si la llegada de personas fuera la causa de nuestras crisis, de la precarización laboral o el desempleo) y a vincular el tema de la emigración con los problemas de seguridad. En algunos casos ha habido incluso una criminalización de los migrantes o una sospecha preventiva de que se trataba de “falsos” refugiados que venían a aprovecharse de la “generosidad” de nuestros sistemas de protección, lo cual ha venido muy bien a quienes de este modo conseguían un doble objetivo: achacar el debilitamiento del estado de bienestar a una supuesta explosión de la demanda de protección (en vez de a una voluntad expresa de disminuirlo) e instalar el marco mental que vincula al estado del bienestar con una generosidad excesiva, inasumible en tiempos de crisis. Una mirada crítica sobre esta manera de argumentar y los supuestos en los que se basa nos permite deducir muchas cosas acerca de nosotros mismos. Por ejemplo, que si un político insiste mucho en que hay que cuidar a los nuestros antes que a los refugiados probablemente no esté interesado en hacer ninguna de las dos cosas. Si un país trata con tanta insensibilidad a los inmigrantes es muy probable que se comporte de una forma similar con sus propios ciudadanos.

Otra de las estrategias perversas ha sido convertir una política de redistribución en una política de identidad, como si lo que está en juego en este tema no fuera una decisión de asignación de recursos sino el futuro dramatizado de nuestra identidad cultural y civilizatoria. Y la narrativa que ponía el acento sobre el combate contra las mafias que se hacían cargo del desplazamiento de las personas ha sido una trampa retórica que tomaba la parte por el todo y ocultaba otras dimensiones más relevantes de la crisis migratoria, que no están tanto en el acceso como en los motivos de la partida. A estas alturas parece bastante claro que las políticas de emigración no pueden ser gestionadas sin tomarse en serio sus causas estructurales. Era mucho mas clarividente el Libro Blanco de la Gobernanza Europea (2001) cuando apuntaba a la conveniencia de contar con una anillo de países bien gobernados y prósperos económicamente, pero la insuficiencia de estas políticas de cooperación es evidente a la luz de los resultados.

En el preámbulo del Tratado Constitucional, mantenido en el Tratado de Lisboa, Europa se autodefine solemnemente como un “área especial de la esperanza humana”. Esta consideración de sí misma contrasta con la realidad de quienes no son acogidos y buscaban precisamente en Europa ese futuro abierto. Ya advirtió Hannah Arendt en su célebre obra Los orígenes del totalitarismo, de 1951, que las personas sin derechos no son esos “bárbaros” ilegales que amenazan nuestra identidad y seguridad sino los primeros síntomas de una posible marcha atrás en la civilización.El autor es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la UPV/EHU. Cabeza de lista al Parlamento Europeo por Geroa Bai (en la coalición Europa Solidaria)