A nueve días de la sesión de investidura y dos meses y medio después de ganar con claridad las elecciones del 28-A, Pedro Sánchez se ha dado de bruces contra la tozuda realidad: no le salen las cuentas. Son las mismas del primer día, pero entonces creía ufano que estaba ungido para ser proclamado presidente, que todos le debían pleitesía porque a sus espaldas nada podía sumar, sobre todo en esa derecha rabiosa por su ácida derrota. Ahora es cuando empieza a escuchar con más atención que su inicial bravata de unas nuevas elecciones si tropieza el día de Santiago, patrón de España, tienen mucho más riesgo del que predice win to win Iván Redondo. El hastío ciudadano por la manifiesta irresponsabilidad de los principales partidos sin visión de Estado y la consiguiente desilusión en el voto de izquierdas por el entendimiento entre los suyos emergen como armas arrojadizas para advertir de un previsible castigo. Solo así se explica que el presidente en funciones, ya con la soga al cuello, haya abandonado su altanería para abrir la puerta de los escalones técnicos de su futuro gobierno a caras conocidas de Unidas Podemos que, de paso, salven de la quema a su desesperado líder.

A medida que se extiende la amenaza real de otros desquiciantes comicios en noviembre por el desacuerdo más personal que político se despliegan las tentaciones para seducir a Pablo Iglesias. Es el interminable juego desquiciante y falto de compromiso institucional de dos líderes a quienes les sobran razones para desconfiar mutuamente. Un pulso de obstinada resistencia mientras ahí fuera esperan la financiación autonómica, el desafío territorial, la reforma laboral o la transformación económica de una ambiciosa transición energética. Un descarado personalismo no exento de venganza política y de pelea por la definitiva supremacía en la izquierda dinamitan el culto al diálogo y devuelven a la calle la desconfianza en una clase política de tacticismo de red social sin otra estrategia que el regate en corto y con escaso poso. La tormenta perfecta para que la abstención recupere cotas alarmantes para la validez democrática ante unas urnas que ya ni siquiera ve con buenos ojos el clan de la Moncloa. El patético espectáculo al que se viene asistiendo durante demasiadas semanas augura un comprensible desafecto social, harto posiblemente de que la voluntad de su voto se la lleve el aire de un inmovilismo sectario. Ha tenido que volver el CIS con su advertencia de no jugar con fuego para que Sánchez aparque siquiera un rato su intransigencia. Así nace el anuncio -otra vez por televisión y fuera de una mesa negociadora- de que está dispuesto a dar acaso un trozo de pan a Iglesias para saciar su hambre indisimulado de poder. La coalición de izquierdas se sabe rodeada y por eso Iglesias ha vuelto a recurrir a la misma válvula de escape que creyó ingenuamente le iba a sacar del atolladero de su chalé: que voten los afiliados. Si entonces salió airoso mientras el resto de los mortales cuestionaban el dispendio de un crítico del Ibex, ahora se puede dar por seguro que repetirá victoria para la galería.

Así se entretiene la izquierda entre dentelladas de ambición, mientras la derecha proporciona escenas dantescas. El juego al escondite de Ciudadanos con Vox en Madrid ha permitido un hecho insólito para los manuales de la clase política: un Parlamento celebra una sesión de investidura sin candidato. El esperpento se apodera de la insensatez partidista sin que nadie atisbe su final. El ínfimo nivel de algunos líderes con muchos años de gestión por delante y la irresponsabilidad de sus palmeros -periodistas incluidos- desazonan hasta la irritación. El voluntario aislamiento político de Albert Rivera será estudiado entre los flagrantes errores de la estrategia que contribuyeron un día al ninguneo representativo de un partido. Otro tanto podría decirse de la miopía de Pablo Casado por desperdiciar desde la soberbia la oportunidad de convertirse en el auténtico jefe de la oposición mediante una abstención crítica que posibilite, primero, la elección de un presidente y, de inmediato, la vigilancia implacable a un gobierno. Cuando peor, mejor, piensan en la derecha dándose la mano en este propósito con Carles Puigdemont, cada día más desesperado porque tampoco a él le salen las cuentas en las instituciones europeas, justicia incluida, como pretendía.