ónde queda el poder transformador de la política?; ¿dónde queda su legitimidad funcional, es decir, que no sea un fin en sí misma sino una actividad centrada en el interés superior de la res publica?; ¿es cierto que la política como actividad fundamental para garantizar la convivencia y la vida en sociedad queda deslegitimada socialmente ante su manifiesta incapacidad para promover los grandes consensos que necesitamos hoy más que nunca?

Viendo ejemplos como la penosa gestión de la crisis pandémica en Madrid o la renovación del Consejo General del Poder Judicial resulta inevitable compartir una sensación de escepticismo y de prevención ante las expectativas que pueden despertar las llamadas al diálogo y a la búsqueda de consenso entre los actores políticos. Se impone el antagonismo político, traducido en la primacía del frentismo, la exclusión y la descalificación mutua entre competidores políticos. Una actitud no solo poco edificante sino que supone además una falta de respeto hacia la ciudadanía. El barrizal dialéctico, el lodo político, cobra una densidad tal que deriva en el estéril espectáculo de la simple confrontación y la ausencia de un verdadero debate de ideas y proyectos.

Produce frustración comprobar que el diálogo, el consenso, la negociación dejan paso a la confrontación, a la trinchera ideológica, a la versión tribal y cainita tan clásica como perturbadora de la convivencia. Frente a este modo tan estéril como negativo de ejercer la labor de representación política cabría reivindicar la legitimidad funcional o instrumental de la política y de sus actores: que sirvan para resolver los problemas.

Prefiero adoptar, emulando a Norberto Bobbio, una actitud pesimistamente constructiva, que no supone un gesto de renuncia: al contrario, es reflejo de sana austeridad emocional, es el deseo de mostrar un prudente rechazo a participar en el séquito mediático de quienes parecen ansiar o desear el inmovilismo absoluto ante los grandes problemas sociales, económicos y políticos a los que hay que hacer frente.

La comunicación y la interacción entre los representantes políticos parece carecer de toda empatía, y la capacidad para ponerse de acuerdo queda gripada ante la losa que representa el desprecio verbal, la exclusión y el menosprecio entre adversarios. No se trata de que todos estén de acuerdo en todo, por supuesto, pero el pluralismo político no puede convertirse en un trato despectivo y excluyente. La permanente descalificación del adversario político, de sus proyectos y de las personas que los exponen pone en realidad de manifiesto que quienes recurren a esas tácticas dialécticas no están, en el fondo, convencidos del valor de sus convicciones.

La ciudadanía solo recuperará la confianza en sus instituciones si construimos una nueva cultura política. Hay una necesidad social que parece ir en dirección contraria a la lógica de la crispación y la bronca permanente, concretada en que en lugar de acentuar lo que distingue y separa a las formaciones políticas éstas se pongan de acuerdo para tratar de encontrar puntos de encuentro respecto a cuestiones troncales para la convivencia, la paz social y el fortalecimiento de los derechos y libertades sociales y políticos.

Buscar la bronca permanente, la descalificación y la crispación continua, jugar a la adhesión o al odio como únicas opciones, "ser o de los míos o mi enemigo", parece poder conferir, en apariencia, ciertos réditos electorales, pero en realidad se acaba volviendo en contra de quien exhibe este tipo de dialéctica política.

Frente a esta visión excluyente y maniquea de la política, ahora, más que nunca, hace falta liderazgo, capacidad de prospección para gobernar el futuro, manejar con acierto el complejo panorama presente y equipos dirigentes que crean de verdad en los consensos con el diferente.