acehoy 41 años, nuestro Estatuto de Gernika fue sometido a referéndum y aprobado con una participación del 58,85% del censo y un 90,27% de votos afirmativos. Esta efeméride ya histórica no debe ser ni menospreciada (minusvalorando su valor y contenido) ni ensalzada acríticamente, como si fuera estación normativa de fin de destino (y por tanto inmutable en su contenido, como si estuviera escrito en mármol y su redacción vigente sirviera de dique o freno a su necesaria actualización y al crecimiento orgánico de nuestro autogobierno).

Nuestro Estatuto es el único que no ha experimentado actualización o mejora alguna. Y no es una mera cuestión estética: un mejor autogobierno requiere un renovado texto estatutario, y hay margen de mejora importantes en lo competencial, en lo transfronterizo, en reforzar y ampliar el elenco de derechos de la ciudadanía, en la dimensión social del autogobierno o en la mejora de la gobernanza interna de nuestras instituciones de autogobierno, entre otros ámbitos.

Su reforma (que para los inmovilistas parece significar una ruptura y para los maximalistas se identifica con una claudicación o renuncia a nuestras aspiraciones nacionales) es tan necesaria como imprescindible para poder así actualizar las bases de nuestro autogobierno y para paliar las causas que han originado su incumplimiento, además de poder servir como vía para poder aportar garantías jurídicas de salvaguardia del autogobierno.

El Estatuto de Gernika (art.1) supuso literalmente el reconocimiento de la identidad del "Pueblo Vasco, de EuskalHerria, como expresión de su nacionalidad": una identidad singular, diferenciada, constituida, esto es determinada y configurada por la titularidad de tales derechos. Los Derechos Históricos servirían así -y no fue otra la intención de los redactores de la Adicional Primera de la Constitución- de engranaje entre el sustrato foral y el constitucionalismo del Estado moderno.

El debate acerca del recurso a la unilateralidad, la "vía catalana" frente a bilateralidad en las relaciones con el Estado ha vuelto a emerger dentro de la polémica política. Toda estrategia política tiene sus costes y sus resultados, y hasta el momento la historia nos enseña que perseverando en nuestra base competencial hemos logrado que se reconozca nuestra singularidad sin saltos en el vacío. Si fuésemos nosotros los que rompiéramos el sistema decaería nuestra fuente de autogobierno, ello supondría un riesgo de "reformatio in peius", de reforma contraria a nuestros intereses, un peligro, un riesgo que debemos tener muy presente. Si alteramos unilateralmente la planta, la base, la fuente de nuestro autogobierno quedaremos desprovistos de legitimidad histórica para reivindicar nuestra singularidad y para poder fundamentar su modernización y evolución. La foralidad del siglo XXI, en cuyo marco se inscribe tal actualización de nuestro autogobierno, se debe asentar sobre la tradición pactista que ha servido de inspiración a la organización política de los territorios vascos desde la etapa foral y sobre los requerimientos de la moderna sociedad democrática que no concibe una fórmula de convivencia política que no cuente con el refrendo de la ciudadanía. Pacto y democracia han de ser los dos pilares que den sustento a la organización política de la nación foral vasca del siglo XXI. Hay plena base legal para ello: aquí juega un papel clave la Disposición adicional 1ª de la CE en una lectura actualizadora y basada en una confianza recíproca (no se desborda el marco constitucional) y la Disposición Adicional del Estatuto, al prever que la aceptación del régimen de autonomía que se establece en el mismo no implica renuncia del Pueblo Vasco a los derechos que como tal le hubieran podido corresponder en virtud de su historia y que podrán ser actualizados de acuerdo con lo que establezca el ordenamiento jurídico. La reforma estatutaria debería ser una verdadera renovación y fortalecimiento de su naturaleza pactada. El problema fundamental al que hay que hacer frente no es una cuestión de titularidades y competencias o de quién ha de gestionar una u otra competencia, sino de reconocimiento de la capacidad de los vascos para hacer valer su voluntad propia y que se respeten los acuerdos alcanzados.

La bilateralidad es el instrumento, nuestra perla competencial, muestra nuestro nivel de soberanía y la capacidad de negociación inter pares, de igual a igual con el Estado, obligado a acordar o, como ha ocurrido durante estos diez años anteriores, a prorrogar sine die, sin plazo, lo previamente pactado. Y si a esa trascendental herramienta se suma un clima de confianza institucional, una seriedad y profesional en los actores que han intervenido y una excelente base de preparación técnica.

Debemos defender esta fuente de autogobierno. Necesitamos exponer técnica y claramente qué supone, defender su mantenimiento, argumentar frente quienes vociferan sin saber ni (y esto es lo peor) querer saber nada: ni de su origen, ni de su base histórica y competencial. Hay que trabajar por mostrar nuestro consenso político y social, defenderlo con orgullo y sin prepotencia, con la humildad responsable de quien defiende su origen y su futuro.