xpongamos algunas de las cosas que aceptamos sin rechistar en relación con lo que nos cuesta la electricidad. 1. El recibo ha de servir para cobrar impuestos y pagar decisiones políticas. En la época de Felipe González alguien se percató de que la cantidad de electricidad que se consume en las casas apenas varía si sube o baja el precio, porque usamos justo la que creemos necesitar. Es lo que los economistas llaman una demanda inelástica, apenas sensible al precio. De manera que pronto se le ocurrió a aquel gobierno algo que todos los demás han secundado fielmente: colguemos del recibo el coste de cualquier cosa que se nos ocurra, como pagar una red de distribución con precios intervenidos o el parón nuclear, porque la gente lo costeará sin rechistar. Dicho y hecho, en la factura que llega a casa el componente del consumo es lo de menos, y el relativo a los peajes e impuestos el que más. 2. Determinar lo que pagamos se ha de hacer mediante una fórmula deliberadamente compleja. Además de tantas cargas ajenas al suministro, el cálculo de lo que se paga cada mes no sólo depende de lo que chupamos de los enchufes de casa, sino que tiene que ver con la modalidad del suministro -si es regulado o dizque libre-, de la potencia contratada -que no todo el mundo sabe cuál es la más adecuada-, de los tramos horarios, y finalmente del coste del kilovatio, cuya cuantía proviene a su vez de un sistema complejo de determinación de precios según las fuentes de producción. En definitiva, una maraña que premeditadamente se ha creado por pura decisión política para que el consumidor pierda cualquier referencia. Si te metes en alguna de las páginas web de cualquiera de las grandes compañías lo más probable es que salgas de ella todavía más confundido y con la sensación de que tu escaso margen de decisión es inoperativo ante lo que tiene tanta apariencia de engaño. 3. Hemos de aceptar que la electricidad sea cara porque es una manera de contribuir a los objetivos medioambientales. En esto, casi todos los países europeos estamos enfangados en la misma construcción ideológica. Supeditamos la política energética a la política medioambiental, y como consecuencia se carga en ella los costes de la producción supuestamente verde, por más onerosa que sea. Que en países como España o Alemania la luz haya subido un 70% en diez años a pesar de los avances tecnológicos es consecuencia de esta estúpida manera de entender el cuidado de la naturaleza y el planeta. No es deseable, claro que no, el modelo de China, que supedita el precio de su energía a la competitividad económica, pero hay modelos intermedios que pueden permitir hacer de los costes eléctricos un componente que contribuya a la competitividad y la creación de riqueza, no a su destrucción. Nunca como hasta ahora los europeos hemos cuidado tanto nuestro entrono, reciclamos más que nunca y contaminamos mucho menos que antaño. Y aun así se nos impone la idea de que el gran peligro para el medio ambiente es poder disponer de energía abundante y barata.

Con estos mojones ideológicos es como asumimos acríticamente que cuando llegue el recibo hay que pagar y callar, y que si nos cuesta más y más, es porque nos lo merecemos. Cada mes decenas de millones de familias y empresas han de permitir que su dinero se transfiera automáticamente hacia un sistema que en sí mismo es un gran fraude, sin capacidad para hacer nada porque las decisiones regulatorias se oficializan sin ningún contrapeso social. Lo último ha sido lo de los nuevos tramos y precios. La decisión impuesta por un personaje siniestro tal que Teresa Ribera, la mejor representante de esa izquierda caviar que despóticamente pastorea a ciudadanos menesterosos de ser conducidos hacia lo que ella cree que nos conviene. Después de la insufrible Cumbre del Clima que tan generosamente pagó España, algo había que hacer para mostrar al mundo que somos más sostenibles que nadie. Así que se remacha un modelo tarifario que sirve para el adocenamiento, esa pedagogía social que parecemos necesitar porque somos imbéciles e insolidarios. Un esquema horario que lo que pretende es que paguemos más gastando menos, y ordenando nuestra vida según convenga a estos déspotas a los que nunca faltó nada. Lo peor de todo es que, además, es un sistema más dañino para los más débiles. Un matrimonio sin hijos y con coche eléctrico en el garaje estará feliz y podrá pagar un poco menos por sus facturas. Todo el resto de gente, condenados a sufragar con la cabeza gacha tanta presuntuosa imposición.

El nuevo esquema horario pretende ordenar nuestra vida según convenga a estos déspotas a los que nunca faltó nada