de julio de 1978. Germán Rodríguez, de 27 años, muere por disparos de la policía tras unos altercados en la Plaza de Toros de Pamplona. “No os importe matar”, había ordenado un mando policial. 11 de noviembre de 1979. Cinco jóvenes circulan de madrugada entre Altsasu y Lakuntza cuando varios guardias civiles ametrallan el vehículo. Hay al menos 16 disparos, y uno de ellos acaba con la vida de Mikel Arregi. Tenía 32 años. Según la versión oficial, se habían saltado un control, pero según los supervivientes, los agentes dispararon desde la sombra. 26 de noviembre de 1985. La Guardia Civil detiene en San Sebastián a Mikel Zabalza y lo traslada a Intxaurrondo. 20 días después su cuerpo aparece en el río Bidasoa. Según la versión oficial, se ahogó al intentar escapar. Todos los indicios indican sin embargo que murió a causa de las torturas.

Ninguno de los tres está reconocido oficialmente como víctima. Sus muertes nunca se han investigado en profundidad, los responsables nunca han sido juzgados y hasta hace poco sus familias han tenido que hacer frente a la demanda de verdad y justicia desde el desprecio institucional. Conviene recordarlo para entender mejor de qué se ha estado hablando esta semana en el Parlamento a raíz de la intervención de Iñaki Iriarte este miércoles.

Más allá de matizaciones o discrepancias puntuales, el discurso del parlamentario de UPN -que pronunció íntegramente en euskera- fue impecable en el fondo y en las formas. Destacó que la convivencia es algo demasiado importante como para utilizarla como cerco partidista. Demandó una mirada responsable y de larga distancia, ajena al juego de alianzas provisional. Y admitió que en el relato de la violencia puede haber visiones distintas, todas ellas legítimas, siempre y cuando partan de la condena de la violencia: “Si no fijamos eso como límite lo arruinaremos todo”.

El mensaje no es nuevo, pero esta vez ha venido acompañado por una autocrítica y una petición de perdón que dotan al conjunto del discurso de mucha más autoridad. “En casos como los de Zabalza, Arregi o Germán no supimos manifestar nuestro cariño a sus familiares, ni respaldar como es debido su derecho a la Justicia. Y no nos cuesta pedir perdón a esas familias si nos hemos equivocado”. Fueron solo dos frases, pero suficientes para poner frente al espejo a toda la derecha navarra.

Porque durante más de 40 años UPN ha sido incapaz de mostrar una mínima empatía hacia las víctimas de la violencia del Estado. Ni un reconocimiento institucional, ni un apoyo público. Ni una muestra de “cariño”, como apuntaba su propio parlamentario. Tampoco cuando ha tenido responsabilidades en el Gobierno o en el Ayuntamiento de Pamplona, donde durante años se ha negado a poner una estela en memoria de Germán.

Una realidad incómoda que todavía hoy UPN se resiste a asumir. Incapaz de entender que reconocer a todas las víctimas no implica equipararlas, y que hacer autocrítica no supone hacerse corresponsable del sufrimiento generado por la violencia. Puede que la causa de esas otras víctimas haya estado politizada, pero ni más ni menos de lo que ha podido estar la de las víctimas de ETA.

Ha sido elocuente el silencio de los dirigentes de Navarra Suma en estos últimos días. Ninguna mención en sus siempre activas redes sociales. Ni un mensaje de apoyo expreso a Iñaki Iriarte, más allá de la ambigua respuesta de Enrique Maya. Tampoco Javier Esparza se ha querido posicionar. Prueba de que la autocrítica es más fruto de una reflexión personal que de un análisis acordado y debatido en el seno del regionalismo foral.

Hay vértigo en la derecha a avanzar en un terreno en el que siempre se ha sentido cómoda, y en el que ahora además compite con Vox, que ya ha tratado de aprovechar el río revuelto para lanzar la caña electoral. Pero para bien o para mal, aquella Navarra que entregó a UPN la hegemonía política ya no existe. ETA es pasado, y la convivencia identitaria se vive en la calle con mucha más normalidad de lo que desprende el discurso de la derecha sociológica. Negarse a aceptarlo solo entorpece una transición que ya es inevitable.

También para el PSOE, interpelado directamente por el discurso de Iriarte, que recordó que UPN ni creó el GAL ni hizo la guerra a quienes se la hicieron. Esa es una deuda que recae sobre el socialismo español, que todavía hoy elude su responsabilidad en la guerra sucia. Y también sobre las estructuras del propio Estado, que sigue sin reconocer que los abusos y los excesos cometidos en nombre de la lucha antiterrorista también fueron injustos e ilegítimos.

Deliberadamente o no, este debate coincide con la elección de los miembros de la comisión que dictaminará qué otras víctimas son reconocidas en base a la Ley Foral de Reconocimiento y Reparación. Un trabajo complejo y con muchas aristas que llega tarde, y en el que será difícil lograr un consenso global y absoluto entre todas las fuerzas políticas. Pero si al menos todo el arco parlamentario, también UPN, asume y normaliza que Zabalza, Arregi y Rodríguez son víctimas de la violencia y que sus familias tienen el mismo derecho a la verdad, la justicia y la reparación que cualquier otra víctima, se habrá dado un primer paso. Un paso muy importante.

Solo fueron dos frases, pero han sido suficientes para señalar con nitidez la deuda histórica de UPN con una parte de las víctimas

El relato interpela sobre todo al Estado, que sigue sin asumir que su violencia fue también inmoral e ilegítima