Pudo haber un tiempo en el que parecía claudicar aquello de Todo es ETA, pero con Alsasua algunos rescataron los tambores de guerra y a lo que empezó a oler todo fue a venganza. Pese a que nada más producirse los desgraciados hechos en el bar Koxka, el ministro de Interior de entonces, Jorge Fernández Díaz, ala dura del Partido Popular, dijo en televisión que la agresión de Alsasua le hacía pensar más en un delito de odio que en una acción de kale borroka, al ministro se ve que entonces le tomaron por blando. Como se recordará, al día siguiente del suceso, el director de la Guardia Civil, Arsenio Fernández de Mesa, visitó en el hospital al teniente herido con un tobillo roto. Ya entonces el caso tomó un viraje. Dejó de instruirlo la Policía Foral. La Guardia Civil se hizo cargo, Juez y parte. Covite presentó una querella en Madrid, la causa fue reclamada por la Audiencia Nacional y el juzgado de Pamplona dejó de instruir. Un informe de los servicios de Inteligencia empezó a hacer una exégesis terrorista del pasado de unos jóvenes veinteañeros que ni siquiera habían conocido los orígenes de hace décadas de la dinámica Alde Hemendik (Fuera de Aquí). Llegado ese momento, cualquier argumento valía -los Ospa Eguna incluidos- para que el fiscal José Perals hiciera su labor en la Audiencia Nacional (con la instructora Carmen Lamela) y convirtiera ese despropósito en acusaciones que por lesiones y amenazas terroristas sumaban 375 años de prisión. Pedía entre 12,5 y 62,5 años de cárcel por un tobillo roto, traumatismos, contusiones y secuelas morales. Era esa la única vía para agarrar la causa en el tribunal de excepción y no soltarlo. Previamente, la Sección 1ª de la Audiencia navarra planteó que la competencia correspondía a Pamplona, pero ya entonces el Supremo decidió que la AN lo juzgaría.

La Sala presidida por Concepción Espejel, casada con un coronel de la Guardia Civil y cuya recusación se propuso sin éxito, descartó en su sentencia la existencia de terrorismo. Aquello era ya insostenible. Pero impuso penas atroces de entre 2 y 13 años de prisión, que sumaron 76 años de cárcel. Se sacaron de la manga, con la extemporánea solicitud de Covite, las agravantes de discriminación ideológica (que está pensada para que se aplique cuando se ataca a colectivos vulnerables) y de abuso de superioridad (en grupo previo concierto), que se aplicaban en los delitos de atentado y lesiones. Ello disparaba las penas. Es decir, el efecto que tiene la agravante es que si un delito de lesiones puede incluso ser penado con multa si las lesiones no son muy graves (hay que recordar aquí que solo hubo una fractura), la agravante de actuar en grupo numeroso eleva cada delito de lesiones a dos años de prisión. Y así, Espejel, con ese caldo de cultivo y sin sentencia firme, mandó encarcelar a cuatro de los acusados que estaban en libertad. La Sala de Apelación continuó con el brochazo gordo. Tan solo rebajó la pena a Iñaki Abad, porque le condenaron por dos delitos de los que ni le acusaban. Seguían sobre los ocho las condenas bárbaras. Y, ahora el Supremo, ni menciona el terrorismo y descarta la discriminación ideológica, “pertenecer a un instituto policial no es una ideología”. Pero ese escenario de terror sirve para que el contexto sea de “gravedad extrema” y se sobredimensione. A su vez, rebaja las penas al eliminar el abuso de superioridad del delito de atentado (solo uno), pero no en las lesiones, puesto que dice que los agresores “se aprovecharon de su superioridad, ya que debilitaron las posibilidades de defensa de las víctimas”. Por ello, la desproporción de penas ahí sigue, aunque el globo del terrorismo hace tiempo que echara a volar. - D.N.