El brote vírico me sorprendió en un pueblo sin importancia cultural, casi despoblado, salvo cuando se agitan los festones y banderas rojas por Año Nuevo y esto se llena de nietos. Estoy en Yancheng a unos 460 kilómetros de Wuhan. Eso quiere decir que si alguien viniese de allí a aquí, le costaría cinco horas de tren o más de diez horas en autobús, y, considerando las carreteras bloqueadas, días de extenuante caminata hasta permitirse el honor de estornudarme en la jeta.

Gran expansión

Pero el coronavirus ya no está solamente en Wuhan. Tenemos decenas de casos en la mayoría de las ciudades importantes y se sospecha que hay otros tantos que no han sido censados y permanecen en sus casas, recuperándose por su cuenta, bebiendo toneladas de agua caliente y guardando reposo.

Yancheng tampoco es inmune al virus y a la cuarentena. Pero la invasión del coronavirus, o el 2019-nCoV, si preferimos hacer una presentación formal, es más insidiosa en nuestros hábitos, la forma de percibir al vecino, la histeria en nuestras conversaciones por Wechat (el homólogo asiático del WhatsApp occidental). Los chinos al menos cuentan con su incuestionable fe en el gobierno y su propaganda, pero la comunidad de expatriados, tan cínica, escrupulosa e individualista, está expuesta a la desinformación de elementos antigubernamentales, los bulos de imbéciles desocupados y al cúmulo inútil de unas noticias que se plagian y se publican por vías diferentes con titulares sensacionalistas. Nosotros las engullimos con delirio paranoide: un curandero recomienda tomar nueve dientes de ajo al día, otro texto anónimo asegura que el virus no sobrevive a los veinte grados del aire acondicionado. Hay quien elogia los efectos curativos del té negro. Se están arrojando las mascotas por la ventana, dicen, en base a una o dos fotos con animales espachurrados. Son las historias que le contó zutano a mengano, todo confidencial y desde altas instancias, todo extraoficial, inquietante y sin evidencias. Siempre hay alguien que sabe más que otro. Siempre hay otro que corre a diseminar lo que le llega con tal de ser el primero que lo cuenta.

El coronavirus sobrevino en los escenarios habituales de estos casos, entre la falta de controles de sanidad y la venta clandestina; se perpetró en los charcos sanguinolentos de un mercado, entre empujones, precios vociferados, pisotones, manos que pasaban de hurgar unas entrañas a otras, en sahumerios y fealdad macabra, con la lontananza asiática poblada de serpientes narcotizadas y murciélagos empalados. Y se propaga con los brazos abiertos, colmándonos de su maledicencia. El veneno es tan invisible como el virus para nuestros ojos, tan invisible como esas palabras que uno deja escapar y atraviesan las máscaras y establecen en nuestro foro interno su poso de mentiras.

Dejadme deciros, amigos y familiares que tanto os habéis preocupado, y al resto del globo terráqueo si se tercia, que estamos bien y no somos héroes.

Recuento morboso y aburrimiento

Cuando nos duele la cabeza no es por síntoma de la neumonía sino de leer y releer el recuento morboso de enfermos y muertos por la ridícula pantalla del móvil. Lo peor de estar encerrados, en el país, en el pueblo, en la casa, es el aburrimiento que matamos de cualquier manera. El tiempo se remansa en nuestra cuarentena voluntaria. Si salimos, llevamos máscaras (tan preciadas desde que se produjo escasez de género y los precios se inflaron pese a las reconvenciones y amenazas de castigo), hacemos la compra en supermercados que siguen teniendo alimentos en sus baldas aunque se produzca cierta escasez de carne y verdura fresca. Nos toman la temperatura a la entrada. En los pocos restaurantes abiertos no se admite la entrada a gente con la cara desprotegida. Paseamos por esas ciudades desiertas que causan terror en imágenes televisivas como si fuésemos cadáveres amontonados en falsos hospitales que sirven de crematorio, cuando la realidad tan prosaica es que estamos en casa, con el calefactor puesto, haciendo fotos a través de la ventana para sumarnos medallas del valor en la comunidad de vecinos del barrio de nuestros padres.

Por supuesto, también pasamos miedo. Allí arrejuntados con nuestra pareja en el sofá y leyendo y reenviando las noticias apocalípticas en términos de peli de sobremesa. Pasan cosas como el cierre de fronteras, aviones que ya no despegan, advertencias de la OMS. En realidad cuando dicen que se ha cerrado una frontera, significa que se restringen algunos puntos entre China y sus vecinos, te hacen rellenar un impreso donde garantizas tu buena salud, te buscan la fiebre a través de cámaras de imagen térmica, y, solo si estuviste en Wuhan o alrededores, se te imponen dos semanas de cuarentena. Las compañías aéreas limitan sus trayectos pero no por una cuestión de salud sino de ahorro: la mitad de sus aviones se están quedando vacíos. Se impone el miedo porque nos mola el miedo, el vértigo de la montaña rusa, y ese es el relato que a uno le cuentan. La realidad es que aquí nos aburrimos, nos aburrimos mucho, y no somos héroes.

Con la familia

Si nos quedamos en China pese a todo es por conveniencia. Algunos tenemos familia, algunos tenemos gatos (debería documentarse de forma seria la cantidad de forasteros que adoptan felinos), algunos estamos a la espera de una ampliación de visado, algunos vemos más arriesgado volar durante horas en el interior de un tubo cilíndrico donde pueda haber un pasajero infectado. Pero no nos quedamos por valientes. Los aventureros que cruzan la mitad del mundo para hacerse el selfi en plan Indiana Jones, salieron corriendo al primer o segundo estornudo. Los que nos quedamos sufrimos la hazaña de soportarnos unos a otros en casa, mejorar nuestros hábitos de higiene y resignarnos al hecho de que durante unos meses vamos a compartir nuestra vida con una amenaza ubicua que nos llueve en todas la direcciones desde los medios, conviviendo a ratos con la verdad, a ratos con la mentira, a ratos con la alarma social.

De momento el gobierno ha prohibido festejos y aglomeraciones. En las comidas con la familia política se sigue compartiendo de las mismas cazuelas, cada cual hundiendo sus propios palillos que remueven la sopa y las verduras en busca del mejor trozo de carne. Los hombres entran y salen del baño con las manos secas. Tosen sobre la mesa, se enjugan la nariz con el dorso de la mano. La tía abuela, que lleva un rato reflexionando, levanta la cabeza hacia el resto y dice: "Esto del virus es una cosa de los americanos". Por las carreteras sin asfaltar de este pueblo circula diariamente una furgoneta repitiendo por altavoz las medidas de seguridad pertinentes: "Traten de quedarse en casa. Lleven máscaras en la calle. Lávense las manos. Si se encuentran mal, acudan al centro tal y cual en la calle? ". Los más ancianos ven pasar el vehículo, impasibles, apurando sus cigarrillos de tabaco negro y escupiendo al suelo. Han sobrevivido a demasiadas epidemias, algunos participaron de la Revolución Cultural. Han pasado hambre y frío y ya son viejos. Los he sorprendido en la capital cruzando por mitad del tráfico sin mirar hacia los lados. Luego llega el coronavirus y engloban la lista de muertos, son las víctimas perfectas a causa de su falta de sistema inmunológico, los pulmones gastados y esa renuencia atávica a acudir al hospital salvo cuando es demasiado tarde.

Las medidas de precaución son comprensibles. Nunca dije que fuese un catarro cualquiera. Todo misterio conlleva su peligro. El coronavirus es un recién llegado al terreno de las epidemias, se transmite de persona a persona, especialmente durante el periodo asintomático de incubación que logra burlar los controles de temperatura. Aún no existe vacuna o una cura eficaz. Puede ser mortal. Puede llegar a ser el Schwarzenegger de las pandemias si se muta y transmute en su odisea humana. Es una buena fuente de leyendas.

Reacción tardía en Wuhan

Hasta aquí nos llegan las noticias de terror que se cuentan desde la prensa extranjera, y a veces somos tan ingenuos que nos las creemos a pies juntillas, sin acordarnos de que somos nosotros los testigos excepcionales que pueden desmentirlas. Es verdad que al alcalde de Wuhan le costó reaccionar y pudo haberse evitado que cinco millones de personas salieron de vacaciones de la ciudad, pero supongan el cúmulo de certezas que un responsable político debe acumular antes de dar al botón de la emergencia social. ¿Se imaginan a nuestros políticos cancelando los festejos de la Feria de Abril unos días antes, por un virus extraño con síntomas iniciales de resfriado? ¿Se imaginan al gobierno de España cerrando ciudades claves, poniendo bajo cuarentena a una población cuatro veces más grande que Madrid en fechas navideñas?

Por eso molestan las intervenciones televisivas de doctores ajenos al campo pertinente, con ganas de su gloria mediática de cinco minutos, que confunden su opinión personal con un diagnóstico. ¿Nos miente el gobierno con las cifras de enfermos y muertos? La tesis es que si en China se está haciendo lo correcto para contener el virus, es porque debe ser aún peor de lo que imaginamos. Con esta lógica que algunos considerarían intachable, se alimenta a la población del miedo y se venden periódicos y se consiguen más visitas a la web. Hasta el momento la prensa internacional sigue teniendo acceso de entrada a Wuhan, pero se quejan porque no les dejan retratar la miseria del enfermo dentro de los hospitales. El periodista va buscando la exclusiva del pánico con la imagen de un moribundo entubado aun cuando para ello tenga que pasar por encima de las camillas de los pacientes recuperándose. El gobierno de China lo sabe y por eso evitan que se exporte una imagen sesgada de la situación. Este es un país tan grande que requiere medidas excepcionales para mantener la estabilidad social. Este es un país entre paternalista y autoritario que se permite aconsejar a los caseros que perdonen un mes de alquiler a sus inquilinos. Este es un país donde tienen muy claro que el fin justifica los medios.

Cosmética oficial

Se practique o no cierta cosmética en el números de afectados que se comparte por difusión oficial, el comportamiento del gobierno Chino ha sido ejemplar. Se siguen llevando controles exhaustivos y la policía interroga a los residentes sobre el lugar de sus vacaciones. Han extendido las vacaciones del país, obligando a empresas que normalmente empujan a sus trabajadores a acudir con fiebre y el moco colgando, a cerrar el negocio y minimizar las posibilidades de contagio. El impacto económico va a ser tan grande que el secretario de comercio de los Estados Unidos, Wilbur Ross, ya ha barruntado sobre la posibilidad de tomar la delantera económica sobre el país, aprovechando la paralización de su industria. Entretanto en China han dejado que prevalezca la salud sobre el dinero y han dado una inesperada lección de responsabilidad.

Los días pasan. Nos afeitamos por desgana. Hemos perdido la motivación ver la tele o hacer otra cosa que no sea mantenernos pegados a nuestros móviles, por donde se transmite en directo el gota a gota informativo o desinformativo, reiterado, sucinto, episódico, del culebrón de la neumonía. Disponemos de tiempo, pero un tiempo hueco, sin propósito, de tachar días y horas sin otorgarles significado. Oteamos las ventanas en busca de alguna actividad pero el mundo aparentemente se ha detenido en Yancheng.

Esta es la realidad. Todas las enfermedades se curan aislándonos, descontextualizándonos, gastando nuestro calor humano (la máscara o las escafandras del servicio sanitario son metáforas de ese desmembramiento). El virus quiere aniquilarnos primero por el contacto y, en una segunda fase, quiere destruirnos como seres que precisan la compañía de otros seres para volverse fuertes y crecer como raza. La falta de contacto humano también puede devenir en enfermedad. Eso es algo que aprendemos y reaprendemos con cada jornada de cuarentena. Necesitamos bullicio, risas, hasta la cercanía física de los imbéciles que presumimos de odiar tanto. Sin eso solo somos la aldea de un individuo, incapaces de inventar la vacuna que nos rescate de esta endiablada soledad.