Intérpretes: Orquesta Sinfónica de Navarra. Olivier Charlier, violín. Josep Caballé Doménech, dirección. Programa. Obras de Berlioz, Saint-Saëns y César Frack. Programación: Ciclo de la orquesta. Lugar y fecha: Auditorio principal del Baluarte. 3 de junio de 2010. Público: el habitual del abono, casi lleno.

en el descanso de este penúltimo concierto del ciclo de la orquesta, el violinista Olivier Charlier tomó asiento entre el público para escuchar la segunda parte del programa. Detalle que le honra -y muestra de poco divismo-, al quedarse a disfrutar del trabajo de sus compañeros músicos. Después de felicitarle por su actuación, le preguntamos por la propina que había dado -absolutamente desconocida para el aficionado-: Fiorello, nos dijo, contemporáneo de Paganini. Un divertimento de exacerbado virtuosismo que encandiló al público. Y es que Olivier Charlier fue el gran triunfador de la tarde. Y no precisamente porque el concierto de Saint-Saëns sea de exagerado lucimiento virtuosista, sino por la versión elegante, de amplia sonoridad sin aspavientos, y de delicadísimos matices que hizo del concierto para violín y orquesta número tres del compositor francés -escrito, por cierto, para Sarasate-. Con una técnica firme -esa que subyace en una pose sosegada y tranquila-, Charlier presume de un juego perfecto de arco que le sirve para elaborar un fraseo equilibrado y perfecto que llega a la brillantez sonora en los movimientos extremos de la partitura, y teje unos adornos -en mordente algunos- en el andantino quiasi allegretto, que fueron una delicia. Olivier Charlier cantó -porque de canto se trataba, aunque fuera con instrumento- los pasajes lentos y tenidos, llegando a unos agudos en matiz piano de extraordinaria delicadeza. Muy buena correspondencia de la orquesta en el diálogo-acompañamiento al solista, quien se sintió cómodo en el tempo -en momentos muy personal- y respetado en volumen.

El concierto comenzó con rotunda irrupción de la cuerda en El Corsario de Berlioz, que se enturbió en la entrada del tutti orquestal, para recuperar el esplendoroso brillo de Berlioz en el final.

La segunda parte de la función la llenó la sinfonía en re menor de César Franck; una de esas obras que quedan aisladas en un universo propio; y que en César Franck -como ocurre con Bruckner- nos remite, en muchos momentos, al órgano-catedral. Una obra entre lo místico y lo heroico, a la que hay que abordar con dominio y cierto sosiego para que no se te venga encima. Caballé Doménech controló bien el primer movimiento, con un tempo apropiado al instrumento orquestal, más bien ágil, pero respetando la solemnidad. Justo y seco el pizzicato de la cuerda y el arpa en el acompañamiento al corno inglés, que insiste en la melancolía del tema. El último movimiento, a mi juicio, se le escapó un poco de las manos. Es cierto que se le ha achacado a esta sinfonía cierta orquestación espesa -como de enganche en los teclados del órgano, cuando los temas se repiten en las familias orquestales-, pero por eso mismo, quizás haya que insistir en la claridad. En el sosiego, a pesar de ese fogoso comienzo. Asentando el tempo, si es necesario. Una tarde muy francesa.