Una costumbre inquebrantable en mi vida de vagabundo es desparasitarme una vez al año. Al principio del verano, voy a cualquier riachuelo cercano a Pamplona y me baño desnudo. Me desprendo de la ropa de invierno, sucia y mugrienta y me pongo una ropa más ligera. Cambio de piel como las culebras.

Un verano fui con mi perro, Navi, al río Sadar, cerca de Etxabakoitz, a una zona que se llama la huerta del moro. El río forma un remanso de aguas poco profundas y al fondo hay un talud y un pozo algo más profundo. Hay también una pequeña chopera.

A media mañana ya estábamos en el agua Navi y yo. Después de varios días de calor, el agua estaba templada, muy agradable. Navi era la primera vez que se bañaba. Al principio saltaba por la orilla, sin meterse en el agua, pero cuando me vio a mí avanzar hacia dentro, me siguió sin ningún miedo. Yo, completamente desnudo, inicié el proceso de desparasitación. Me frotaba enérgicamente con una piedra todo el cuerpo, me di unos cuantos chapuzones.

Llevábamos casi una hora en el agua, cuando vi venir por el sendero que bordea el río a una monja seguida de diez o doce muchachas. Iban todas vestidas iguales, con uniforme, parloteando alegremente. Al llegar a mi altura, la monja me explicó que para las postulantas era un día especial: habían acabado el curso y le habían pedido, como premio, bañarse en el río. Les dije que el agua estaba muy buena y que con aquellos calores tomar un baño resultaba muy agradable.

Entonces caí en la cuenta que estaba desnudo y que no podía salir del agua. Me fui alejando a la zona más profunda. Las chicas se desprendieron del uniforme; debajo llevaban un traje de baño muy discreto. Se metieron en el agua, empezaron a salpicarse, y a nadar suavemente. Navi estaba a mi lado, pero enseguida empezó a nadar entre medio de las muchachas y a jugar con ellas. La monja, desde la orilla, las controlaba y les daba alguna recomendación para mantener el orden.

De repente, vi venir hacía donde yo estaba, nadando por debajo del agua, a una de las muchachas. ¡Agua, trágame, pensé! Estaba a un par de metros y avanzaba rápido y no se me ocurrió otra cosa que remover el barro del fondo para tapar mis vergüenzas. En ese instante giró bruscamente y salió rápidamente a la superficie. No sé si le faltó aire o se asustó al ver algún pez. Se dio media vuelta, se puso a nadar de espaldas y se alejó hacía la otra orilla. Uff!

Yo le daba vueltas a la situación, me estaba cansando de mantenerme a flote sin apenas apoyo y de que las chicas parecían no tener prisa en marcharse. A punto estuve de salir del agua desnudo. Pensé que lo entenderían: al fin y al cabo así nos trajo Dios al mundo.

Estaba en estas cavilaciones, cuando vi aparecer, por detrás de unos árboles, a un guarda rural. Andaba con paso decidido, pero al a ver a la monja, se contuvo un poco y le dijo: Hermana, en este río está prohibido bañarse, por lo que le ruego que saque a las chicas del agua. La monja se quedó un poco extrañada, pero dio una orden y todas, poco a poco, fueron saliendo. Entonces el guarda se fijó en mí y debió pensar que era el padre capellán, porque amablemente me invitó a salir del agua. Le dije que no podía y él lo interpretó como que estaba cuestionando su autoridad. Se puso un poco más serio y me pidió que saliese del agua. Al mismo tiempo, la monja le aclaró que no me conocía.

El guarda entonces me exigió salir inmediatamente o se vería obligado a tirarme unas postas de sal. Ante esto, es un decir, yo tiré la toalla. Despacio, despacio me fui acercando a la orilla. La monja y las muchachas se quedaron quietas contemplando la escena. Cuando el agua me llegó a la altura del ombligo, me dije: adelante y di un paso decidido al frente. La desbandada que se originó fue parecida a cuando los niños asustan a las palomas. Todas las chicas empezaron a gritar y a correr en todas las direcciones y la monja gritando: ¡al colegio, al colegio! Oí también que alguien exclamaba: lo sabía, lo sabía? Creo que era la buceadora.

El guarda me acusó de escándalo público y de que me iba a aplicar la Ley de Vagos y Maleantes. Al final el guarda me perdonó la denuncia por lo que se había reído y lo que se iban a reír los compañeros.