pamplona. Personas que ansían ser otras, que buscan muchas veces en vano, intentando reafirmarse en otras posibilidades. Así son los personajes que deambulan por los doce relatos de Sonría a cámara, un libro que nos conecta con el presente más próximo y que, a través de las soledades de muchos personajes, nos hace sentirnos menos solos.

En este libro explora emociones humanas tomando como punto de partida la pornografía. ¿Qué le interesaba de este fenómeno?

Sobre todo, lo que tiene de simulacro. Porque la pornografía, a pesar de que tiene una textura hiperreal, no es la realidad. Me fascinaba ver qué emociones generaba un artefacto narrativo de esas características. Y por otro lado, me interesaba la dejación que las actrices y los actores porno hacen de sus cuerpos al mismo tiempo que lo están sometiendo a un esfuerzo absolutamente bestial. Esa contradicción me parece alucinante. Porque normalmente la relación que tengo yo con mi cuerpo, y creo que mucha gente, es bastante penosa, en el sentido de que para mí el cuerpo es una carga, una fuente de dolor, de torpeza.

Ha dado humanidad a una realidad contemporánea a la que generalmente se mira de forma superficial y morbosa, porque así es como tratan los medios de comunicación el tema de la pornografía en Internet...

Sí, pero es que no puede ser de otra manera porque el tema es morboso de por sí. Lo que me molestaba no es tanto el tratamiento de los medios de comunicación, sino el de la propia literatura o el cine, que cuando necesitan un personaje secundario que sea risible, meten una actriz porno. Es una especie de almodovarización. Cuando en realidad la de actriz porno me da la impresión de que es una profesión durísima, en la que tanto del lado de la producción como del de la recepción, es decir, los espectadores, hay temas en juego bastante importantes. Y eso es lo que quería tratar: el incremento de la soledad, la producción de una serie de expectativas emocionales y sentimentales que produce el cine porno... todo eso veía que no se había tratado en la literatura, y me parecía un tema absolutamente contemporáneo. Porque, ¿cuántas personas estarán mientras tú y yo hablamos viendo pornografía? Millones, muchas más casi que leyendo un libro de literatura.

Millones de personas, niños incluso. Un tema delicado que aborda en dos de sus relatos...

Sí, en ese tema el mecanismo que creo que hace funcionar esos dos relatos es el disparate. En una de las historias, un niño habla de la pornografía con un dominio que parece imposible para alguien de su edad. Cuando lo escribí quería hacer una historia exagerada para poner de relieve cierto peligro. Pero luego piensas: ¿realmente es un disparate? Si mañana sale en el programa de Buenafuente un niño de trece años experto en pornografía, ¿nos extrañaría? Yo creo que no tanto. Entonces te das cuenta de que no son disparates tan imposibles. La aceleración de experiencias que nos está trayendo Internet es mucho más grande de lo que nos pensamos.

Todos los personajes de sus relatos en el fondo ansían ser otra persona. ¿Ese es un mal de nuestro tiempo?

Bueno, el travestismo de personalidad siempre ha existido; ir a un carnaval con una máscara era adoptar otra personalidad, sobre todo para ejercer cualquier tipo de comportamiento libidinoso o licencioso. El hecho de adoptar otras identidades siempre ha estado en la raíz del comportamiento humano, lo que ocurre es que Internet lo ha disparado. Yo ahora me meto en un chat con nombre de mujer y adopto otra identidad instantáneamente. Y claro, eso tiene algunos riesgos para la persona que está haciendo ese travestismo de identidad; por ejemplo, el creer que el comportamiento humano lo puedes controlar y manipular desde tu casa adoptando un seudónimo. Puedes saltarte cualquier ética de comportamiento social nada más que haciendo esto. Y aparentemente sin ningún coste, pero resulta que al final sí que tiene un coste.

Se confunde el mundo virtual con el mundo real... Aunque al final todo es real, ¿no?

Ahí está el problema. Hace poco leía una novela de Don DeLillo en la que hay un personaje muy gracioso, el de una anciana que lleva cincuenta años viviendo enfrente del zoo y nunca ha ido al zoo. Sin embargo, siempre ve los documentales de animales que echan por la tele. Y un día su hijo le dice: mamá, ¿pero nunca vas a ir al zoo? Y ella contesta: los animales del zoo no son los animales verdaderos, porque no están en su hábitat, están dormidos, anestesiados, aburridos... Los animales verdaderos son los que yo veo en los documentales de la tele. Entonces, ¿cuál es la realidad, lo que escupe la televisión o lo que vives en tu vida diaria? ¿Es real la relación que yo puedo tener con alguien a través de una webcam? ¿Es real la relación que puedo tener con una mujer que me engaña? Lo que es seguro es que las dos relaciones nos suscitan emociones reales. Se ha estudiado científicamente que las emociones que me provoca una realidad virtual, por ejemplo una webcam o la propia literatura, y las emociones que me provoca la realidad son exactamente iguales. ¿Dónde estaría el problema? En este caso, en creer que la pornografía, con todas las emociones que genera, es la realidad, cuando es un simulacro porque está producida con las mismas estrategias de montaje que el cine convencional. Coetzee decía en un ensayo que la pornografía aspira a producir la verdad del sexo. Claro, ¿la verdad del sexo la produce la pornografía? Probablemente no. ¿Pero la produce la vida real? A lo mejor tampoco.

¿Hasta qué punto es importante en su mirada de escritor no juzgar a los personajes?

Es clave. Una de las cosas más importantes que hace la literatura es invitarnos a creer que el otro soy yo. En este caso, el pobre solitario que mira cuatro horas de pornografía al día, que se siente solo, que busca un alivio, a lo mejor soy yo. No hay que establecer una distancia entre ellos y yo, donde ellos son los solitarios, los freaks, los desamparados, y yo una especie de ser poderoso que no necesita nada de todo eso. No juzgar a los personajes es fundamental, primero como mecanismo literario que hace que las historias funcionen, pero ante todo es un mecanismo ético. Como se dijo en una ocasión de los personajes de Chéjov, de alguna manera todos somos hombres buenos incapaces de hacer el bien. Me gusta pensar en mis personajes, en mí mismo y en mucha gente que conozco como hombres buenos que no hacemos el bien.

"Sonría a cámara" de alguna manera reivindica la necesidad de identificar y expresar nuestras emociones, un "privilegio" que cada vez tiene menos cabida en nuestra rutina vital...

Claro, yo me pregunto: ¿cuándo hemos recibido algún tipo de educación sentimental? En el bachillerato no, en la universidad tampoco. El único sitio es en casa y a través de nuestros amigos y amigas, novios y novias. Luego está el psicólogo, aunque ya es otra cosa, no es tanto una educación sentimental sino un cuidado casi médico. Por eso, en este sentido el arte, ya sea el cine, la literatura, las artes plásticas, etcétera, es imprescindible, porque realmente nos puede ayudar a trabajar las emociones. Viviendo a través de los personajes, estamos confrontando maneras de enfrentar problemas con lo que nosotros haríamos en esas situaciones, y eso está fortaleciendo el músculo de nuestras emociones. Lo que ocurre es que la mayor parte de la gente lee literatura para entretenerse, y renuncia a extraerle al arte todas las potencialidades. Para mí es una pena...