«¡Macagüen, qué tiempos aquellos!»
La expresión la soltó un abuelo al que entrevistaban en un programa de televisión vasca, al hilo de la apertura de unas fosas. El hombre, un campesino con boina, rememoraba cohibido delante de la cámara lo que fue la barbarie de la retaguardia navarra que él había conocido de mozo. El anciano no podía contener las lágrimas. A su espalda, algo más lejos, se veía a gente de algún pueblo afanada en torno a un agujero abierto en el campo. Al final no acertaba a decir más que: «¡Macagüen, qué tiempos aquellos!».
Me he acordado muchas veces de esa frase mientras escribía estas páginas y me asomaba al tiempo que ni Arana ni ninguno de los aquí citados ha podido dejar del todo a su espalda. Durante este tiempo, he tenido delante la fotografía de la fosa de Sartaguda. Esa fotografía de 1978 me ha hecho pensar que los jóvenes que allí aparecen, tendrán ahora mi edad y los ancianos que en ella están, entonces testigos directos de lo sucedido, se habrán ido.
Estos últimos años he ido leyendo con asiduidad las noticias que tienen que ver con asuntos de la memoria histórica. También me he asomado a los foros donde se comentan noticias y relatos históricos, por lo general falsos o falseados, y veo tal encono, tal rabia, tal capacidad de mentir y de no querer saber o admitir lo que poco a poco se ha ido haciendo público sobre lo sucedido entonces, que me hace pensar que todavía pervive un sentimiento de vencedores y de vencidos, condenados estos al silencio, y sobre todo que se demuestra poca cordura por lo que se refiere a algo que en el fondo no es sino una muy leve reparación histórica, que suple a la judicial -repetidamente negada en la petición de la anulación de juicios celebrados bajo una legislación de excepción o a la negativa gubernamental de firmar la convención de la ONU contra crímenes de guerra-, y la escritura precisa de una página de nuestra historia no del todo escrita.
Pero sobre todo me acordé del «¡Macagüen, qué tiempos aquellos!» el día que fui a ver cómo terminaban de abrir una fosa común encontrada en Antxoritz, un pueblecito del valle de Esteribar, cerca de Pamplona, y rescataban los restos encontrados en ella. Fue un día de otoño, con lluvia, aunque de cuando en cuando aparecían rayos de sol que encendían la otoñada de los bosques de los alrededores.
[?]
Unos días antes habían hecho catas con una máquina excavadora y en una de ellas encontraron un cráneo, a un metro de la superficie. Después, cuando fueron abriendo a mano la zanja, habían aparecido los restos de seis personas.
Cuando llegamos al lugar, no había nadie. Al fondo de un prado, recortándose contra la vegetación espesa, se veían unos plásticos azules. Cuando nos acercamos comprobamos que era para proteger la fosa ya abierta con los esqueletos descubiertos y útiles de excavación a la vista. En primer término se veían dos cráneos reventados por el disparo mortal, el resto estaba en penumbra. Llovía mucho y el terreno en torno a la fosa era un barrizal. Solo se oía el ruido de la lluvia en la vegetación y el del regacho que corre junto al prado.
Luego fue llegando más gente y al final el equipo de la Sociedad Aranzadi. Había leído mucho sobre la labor forense de Francisco Etxeberria y su equipo, pero no los había visto trabajando. Como dice la gente de esta tierra: «Categoría».
Cuando levantaron del todo los plásticos quedaron al descubierto los restos de seis personas, emparejados en el barro, con los huesos de los antebrazos en posición de haber estado maniatados y haber sido enterrados de ese modo, y los cráneos destrozados. Y unos números, el 1, el 2, el 3, el 4, el 5 y el 6. Un número, sin más. No hay nombres. No se sabe quiénes son, qué familias les echaron de menos, les guardaron luto y les lloraron.
Me llamó la atención lo meticuloso del trabajo que dirigía Etxeberria y el de los miembros de su equipo. El que todo quedara cuadriculado, medido, examinado y al final recogido, para efectuar más tarde investigaciones forenses de laboratorio.
Etxeberria medía distancias, examinaba la posición de los restos y «leía» en voz alta estos, las antiguas fracturas, las malformaciones, las huellas de los disparos o la ausencia de estas. Le escuchábamos sobrecogidos.
Al borde de la fosa apareció un hombre octogenario, de buen aspecto. Era el testigo del crimen, en agosto de 1936. Se encontraba segando en unas piezas cercanas que señalaba con el brazo, cuando alguien fue a decirle: «Que vayas a ayudar que han matado a unos debajo de Peña Redonda». No me quedó muy claro si fue el cura o un vecino quien se lo dijo. El caso es que el hombre, un niño entonces, acudió junto con otros vecinos que estaban segando, a abrir la fosa y a ayudar a enterrar a los asesinados. Le oí contar que aquello sucedió por la mañana y también decir que una de las víctimas se confesó, o sea que el cura estaba presente. Lo digo porque llama la atención que cuando se describen escenas como esta, parece no haber nadie, estar tan quieta como desierta, con la única presencia, muda, de los cadáveres.
Peña Redonda es un bloque de roca cubierto de hiedra salvaje que está al otro lado del regacho que corre junto a la fosa. El ruido del correr de ese agua sería lo último que oiría aquella gente que iba a ser asesinada. ¿Por qué les habrían hecho cruzar el cauce, con las manos atadas? Todo hace suponer una violencia extrema.
Según dijo el hombre, cinco de los cadáveres llevaban ropas corrientes, como de faena, mientras que el sexto vestía traje, con chaleco, y llevaba el pelo repeinado. Le oí decir que podía ser natural de Lerín, médico o veterinario, y habló algo del fuerte? ¿Podría tratarse de Ricardo Vallejo Balda, médico, de 57 años, a quien dan como fusilado en Pamplona el 5 de agosto? La fecha concuerda con la recogida de la cosecha de la que hablaba el testigo que, aunque tardía, tampoco pudo durar todo el mes de agosto. Sin embargo Aguirre, en su minucioso Aquí nunca pasó nada, lo da como fusilado en Logroño, junto al alcalde Gurrea, después de haber pasado por el fuerte de San Cristóbal.
«Con mimo, con mucho mimo». Eso fue lo que dijo la antropóloga Lourdes Herrasti, de la sociedad Aranzadi, cuando empezaron a hacer la última limpieza de los restos de los seis asesinados.
Mimo y un silencio respetuoso. Silencio de los que estaban dentro de la fosa trabajando y conversaciones en voz baja fuera de esta, todos bajo la lluvia y en el barro. Fueron saliendo botones de camisa y de chaleco, de pasta y de hueso, una trabilla de chaleco, la hebilla de un cinturón que había dejado un rastro de óxido, una medalla barata de cobre y plata, la Virgen del Carmen y el Sagrado Corazón de Jesús, en una caja torácica, y una bala, una bala perdida entre los huesos, y junto a las muñecas del hombre del traje, unos gemelos de diseño modernista, rojos.
En los recuerdos de aquel hombre que miraba los restos de la fosa con expresión ensimismada, salían retazos de escenas, el coche pequeño, la camioneta, el falangista bajo de estatura que voceaba y mandaba mucho, con su gorrito, el que fumaran sin parar? El falange bocazas del gorrito enseguida evocó al Chato de Berbinzana, un falange de aires de matón que aparece en las fotos de aquellos días y de quien consta sus participación en muchos asesinatos.
Oí que alguien se preguntaba si la gente que había terminado allí, hermanada en la muerte, se conocería de algo o si solo habrían compartido las horas finales de prisión, unos días, unas pocas semanas, y el viaje final, el de la camioneta, el de los falangistas que fumaron delante de ellos aquellos últimos pitillos antes de hacerles cruzar el torrente y matarlos contra la peña. Una camioneta que había llegado hasta allí precedida o seguida por un cochecito de la muerte, el de los matones.
Ahora que lo escribo y rememoro ese día lluvioso de otoño, me pregunto cómo habría sido el último viaje de esa gente. Desde dónde. ¿Desde el fuerte? ¿Desde la cárcel de la Cuesta de la Reina, que aquellos días precisamente terminaban de derribar? ¿Desde el colegio de los Salesianos o el de Escolapios? ¿Desde la cárcel de algún pueblo? Seis historias por escribir. Con escribir una, estarían escritas las seis restantes y todas las demás, las de las fosas abiertas y las que todavía no se han abierto ni encontrado.
También estaba allí Ángel Urío, de Obanos, que busca dónde puede estar su abuelo detenido por tres falanges en Antxoriz precisamente, donde estaba fugado. Ángel acude a la apertura de todas las fosas de los alrededores de Pamplona, y no pierde la esperanza de encontrarlo? y sigo mirando la fotografía de Sartaguda, la de 1978, y veo a los jóvenes, y a los viejos, y me pregunto una vez más si tendrán razón los forenses y ya se habrá hecho tarde.
Y me pregunto por qué ese buscar y abrir fosas hiere, irrita, porque ese empeño en negar esa última satisfacción a quienes han llorado a los suyos y se han transmitido el dolor. Porque permitir a regañadientes equivale a negar. ¿Por qué no una aceptación franca, decidida, generosa, plena de lo sucedido? Gente como Quinito Elizalde, patriota y hombre de religión, sostiene que debería estar prohibido y quienes le escuchan también. Prohibido. Discursos penosos, faltos de la más elemental piedad, de un nulo espíritu de justicia, los adornen como los adornen. ¿Son necesarias esas exhumaciones? Yo pienso que sí, que contribuyen a un reconocimiento expreso de las víctimas y del dolor de sus familiares, pero lo que yo piense?
Más en Cultura
-
Qué hacer y qué ver en Navarra y en Pamplona: agenda cultural del 23 al 29 de junio
-
"Hemos construido una visión de Marruecos como si fuese nuestro yo negativo"
-
El Azkena Rock Festival cierra 2025 con unos 47.500 asistentes
-
Leire Martínez dará este domingo su primer concierto en solitario tras su salida de La Oreja de Van Gogh