Hubo un tiempo pasado, más o menos feliz, en el que el festival de Eurovisión naufragaba sin pena ni gloria en la atención de los espectadores europeos, que no sentían ni frío ni calor con las galas finales de este certamen inventado por las emisoras públicas europeas al amparo de una asociación de canales para velar por sus particulares intereses. Dado el actual éxito de este concurso es difícil imaginarse esos tiempos de hierro y fracaso, de una emisión que interesaba a poca gente y que en el caso de RTVE, salvo media docena de gloriosas actuaciones con Masiel, Salomé y algún otro señero cantante no alcanzaron ni fama ni gloria ni prestigio. El certamen musical vagaba sin brillo ni prestancia, con cantantes de poco pelo (Chiquilicuatre), y el festival de Eurovisión iba dando tumbos, hasta que una mano mágica cogió los despojos del programa y reinventó el escenario apoyado en tecnología digital y creó un mundo de luces, ritmos y colores que encandiló a millones de espectadores y descubrió una veta de éxito y reconocimiento del personal. De concurso insulso se pasó a puro espectáculo televisivo de atracción y acierto estético. Fue como una resurrección del festival y los cantantes europeos, que comenzaron a calar en el gusto de los espectadores que consumían con deleite las imágenes poderosas de un concurso venido a menos y recuperado gracias a la creatividad y tecnología aplicada a un puñado de horas de televisión. Los gestores de las teles públicas europeas dieron en el clavo y hoy la cita festivalera está marcada en el calendario de la audiencia, que acaba de elegir la canción que representará a TVE (La venda), una cancioncilla pegadiza y verbenera que puede dar mucha guerra. Con tiempo suficiente por delante el marketing y las relaciones públicas irán colocando esta canción y su intérprete Miki en el imaginario colectivo, para dar el salto a la fama y éxito, que en camino de ello están quienes manejan el cotarro musical de la tele pública.