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Buenaventura Íñiguez

Ciertamente, el nombre de Buenaventura Íñiguez es mucho más que una calle, claro, aunque no para muchos. El sangüesino tuvo, en su tiempo -segunda mitad del XIX-, un prestigio enorme, sobre todo como organista y pedagogo, con diversos métodos de estudio en su haber; esto lo corrobora la consideración internacional -Londres, Italia, Sevilla?- de su figura. El proyecto de recuperación de músicos locales por parte de la Federación de Coros de Navarra nos trae hoy su Misa a 8 voces y grande orquesta. La primera impresión es la misma que con algunas obras de Eslava: que estos navarros cuando bajan a Sevilla se vuelven “un poco locos”; porque, ¿a quién se le ocurre dar, precisamente, al Agnus Dei de la misa, un carácter, casi, de alegre pasodoble? Pero, no seamos injustos. Debemos ponernos en los gustos italianizantes de la época; en esa idea de quitar dolor al texto; y, más concretamente, en el caso de Íñiguez --26 años y recién llegado a la Magna Hispalense-, con la idea de componer en la estela de lo que escuchaba; así que, en esta primera audición, nos remitimos a don Hilarión, su maestro. Obra, pues, reestreno, sí, pero que no nos resulta desconocida; y la oímos con gusto, sin esfuerzo, bien acomodados en sus melodías, en las reafirmaciones de fe rotundas corales, en los desenlaces acordes con lo evidente y, también con algo de desconcierto, porque el ordinario de la misa está un tanto incompleto -hay que añadir el Credo de otra misa-, y nos usurpa tramos tan cruciales en otras partituras, como el Benedictus.

La versión de los implicados es plausible y encomiable por su planteamiento federativo, por el esfuerzo de todos; pero, al ser grupos de aluvión, se tiene la impresión -o por lo menos la tengo yo- de que siempre falta algún ensayo más, para que todo fluya con más tranquilidad. Y eso que la labor de Jesús María Echeverría ya no puede ser mejor en control, atención a dar todas las entradas, y ajuste de tempi a lo que sus mimbres pueden dar. Con Echeverría siempre se tiene la seguridad de que el edificio sonoro se tendrá. El coro se presenta nutrido y con sonoridad potente y redonda en los fuertes: buen comienzo a capella; grande en el Gloria, el Quoniam, la afirmación del Credo; correcto en el pasaje fugado del Cum Sancto Espíritu; algo apurados los hombres en el agudo del Qui propter; vitalista en el Et Resurrexit, y luminoso final. Todo se puede matizar un poco más, claro, pero se logra ese grosor coral tan del XIX. Los solistas cumplieron: Laura Montoro -soprano- segura, afinada, con volúmen, es una pena que no tenga más papel, porque su voz sale muy bien. La alto Liubov Melnyk encajó con la soprano en un precioso tramo a dúo que, también se nos hizo corto. El tenor David de Oliveira, tiene voz bonita de oratorio, pero resulta corta de volumen; su parte es muy belcantista. El bajo Andoni Sarobe, va bien de volumen, y su timbre es de bajo, pero su fraseo, en los tramos más tenidos, es algo tambaleante. La orquesta también cumplió: excelente el chelo en el aria del Qui tollis que se el confía; trompeta y trompas, sobresalen en el Gratias; y precioso el oboe del Et incarnatus.

Abrió la velada el Agur María de Aurelio Sagaseta, actual maestro de capilla de la catedral. Siempre nos ha gustado esta obra: por la frondosa armonización del tema, ya universal para nosotros, del Aita gurea o Agur María, entroncado en el paisaje de Ituren, o, en el fondo, de cualquiera de nuestros pueblos: aquellos rosarios matutinos de octubre que surgen de la oscuridad -aún no ha amanecido (voces graves)-, y del “mantra” repetitivo del rosario, con ese sonido más de mujeres (parlato del coro).