tres aves magníficas han recorrido los espacios expositivos del Museo Universidad de Navarra: primero en solitario; apropiándose cada uno del espacio elegido, según las vibraciones, colores y ecos que ese entorno les suscita. Luego, los tres sobrevuelan la instalación El no retorno de Cecilia Paredes (Lima 1950), donde los esqueletos abandonados de unas barcazas varadas, cuentan historias de inmigración; menos hermosas, claro, que el soberbio espectáculo propuesto. Los vuelos de Cesc Gelabert (majestuoso), de Jon Maya (de virtuosismo trenzado de pies), y de Israel Galván (siempre rapaz), han constituido un verdadero lujo para un público que, por la cercanía, podía respirar con ellos, y meterse en el peculiar mundo creativo de cada uno.

La música de Luis Miguel Cobo -muy bien dosificada, en claridad y volumen, por los técnicos de sonido- servía estupendamente al mundo dancístico de los tres bailarines: el más abstracto, el percutido y rítmico, y el basado en las danzas autóctonas -vascas, pero que Cesc, las lleva a sardana-. El recorrido, muy bien organizado, se hace simultáneamente, en tres grupos. Al final todos se juntan en la gran sala de exposiciones temporales.

Jon Maya es referente de la danza tradicional vasca y fundador de Kukai (por cierto enhorabuena por el premio Max a Erritu, espectáculo del que disfrutamos hace poco, DN5-3-19). Elige la sala Rothko; se acerca al público desde una tranquila introspección, pero nos deslumbra con los giros, saltos, trenzados, y toda la gama de pasos que solemos ver en las danzas populares, pero que aquí, se dibujan perfectos, enriquecidos, libres, a veces, incluso de la música, y encajados, al final, en el ritmo, -destilado y nuevo-, de una muy bella percusión: entre ezpadantza y zorcico.

Israel Galván saca todos los registros de su cuerpo, en la sala Palazuelo, de la que aprovecha la acústica, a la que hiere con el zapateado; de la luz de un foco, a la que cita como a un toro; y, sobre todo de las resonancias inverosímiles que surgen de las palmas, más abiertas o cerradas; de los chasquidos -francamente de variados registros- de las posturas indescriptibles del gran bailaor-bailarín, que atrapa con cada temblor y cada gesto. La cercanía del público a la extraordinaria producción de movimientos tan raciales, rotundos, y, -también volátiles-, la verdad, resulta emocionante.

En un maravilloso contraste con Galván, pasamos a la sala Tapies, Gelabert (incombustible, que, por el estilo logrado podrá bailar toda su vida), nos introduce en una especie de mística, con una danza de fraseo más redondo, de trazado circular; muy humano y elegante, y, a la vez, igual de potente. Se implica en la obra expuesta. Cita la cruz con sus brazos infinitos. Su danza es balsámica, pero también se irrita con el crescendo violento de la música. Y termina con unos conciliadores pasos de sardana delante de la emblemática pintura L´Esperit Catalá.

El público, entusiasmado e implicado, salía, más que de un espectáculo, casi, de una coproducción con estos tres grandes de la danza.