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Del acordeón mesotónico, a las cajas mágicas

Ander Tellería, desde el hall del teatro, da comienzo a la última entrega del ciclo After Cage, que nos va a deparar -como siempre- muy interesantes sorpresas, y algún que otro tramo más duro de soportar. Tellería es un intérprete inquieto e investigador de sonidos que, entusiasmado, nos descubre el acordeón mesotónico, o sea, el instrumento afinado, en una parte, convencionalmente, y en la otra con esa afinación que modifica las distancias entre notas. Amplía, así, la tímbrica de la ya rica gama de sonidos, y ofrece choques francamente hermosos. La primera obra que aborda, Sin horizonte de Eslava, ofrece un muestrario de las posibilidades con golpes sonoros, e hilos finísimos agudos. Ya en la sala -él en el patio de butacas, el público en la tramoya-, muestra la riqueza que adquiere el instrumento con su nueva afinación, y nos lleva desde el renacimiento, con tres deliciosas courante de Frescobaldi, que suponen un bálsamo para el público; hasta la magnífica Pasar la calle, que hace referencia tanto a la forma passacaglia como a los dos teclados-calles del acordeón, que se van pasando la tonalidad. Ciertamente encomiable, la tarea de investigación de este joven músico.

Instalado el público en la tramoya del teatro, lo más duro del concierto fue, sin duda, la ruidosa y monolítica propuesta de la grabación sonora -20 minutos de un insoportable martilleo, como disco rayado de agresivos sonidos- que pretende, y lo consigue, violencia, atadura -literalmente se le empaqueta al público-, y fogonazos incómodos de luz. Son esos momentos -me comenta un espectador- en los que no sabes si los autores están probando la paciencia del público, o si le están tomando el pelo.

Aitor Ucar -guitarra eléctrica, y guitarra española- se mueve en campos más asimilables. Con la eléctrica trabaja muy bien los glissandi. Con la española, contrasta el agradable sonido de la feminidad del instrumento -cadencias y punteos a lo Tárrega-, con gritos y patadas -también con un manifiesto feminista-, en una obra con dinámicas de violencia que irrumpen en el instrumento. Es muy narrativa, se entiende bien, y revela la calidad del guitarrista.

Muy original y acertada es la propuesta -uso mucho esta palabra porque no es fácil calificar estas obras-, de las cajas de cartón que, como resonadores, van multiplicándose, como matrioskas rusas, aportando microespacios sonoros, que colorean y dan una nueva dimensión a los sonidos. Se establece en el público, al principio, un ambiente inquietante, de sonidos desconocidos, que pueden ser mecánicos o animales; esa incertidumbre nos tiene en vilo. Todo se va despejando al abrir y repartir las cajas -con su artilugio dentro- y, a medida que van pasando de mano en mano, se enriquece la sonoridad, y van creando una atmósfera más de naturaleza nocturna y quieta, de cigarras, de espacio amplio, de aire?, de irse perdiendo en ese espacio. Con una realización aparentemente simple -pero todo esto está muy bien parido, tanto técnica como creativamente-, pasamos de la inquietud, al disfrute de esos sonidos que nos enganchan y nos llevan; que, en fin, nos hacen volar y perdernos con ellos.