Sin pasaporte desde 2017 y condenado a un año de prisión por actividades subversivas contra el régimen iraní, el cineasta Mohammad Rasoulof estrenó este jueves en España There is no evil, la película ganadora de la pasada Berlinale, cuatro relatos sin cuento sobre la dictadura de su país.Tiranía, represión, sometimiento y ejecuciones son moneda corriente en Irán y elementos recurrentes dentro de la filmografía de Rasoulof (Shiraz, 1972), más de media docena de filmes censurados por una dictadura que en pleno siglo XXI, en la era global de las nuevas tecnologías, considera al cine un instrumento de propaganda, agitación y rebeldía.

There is no evil, ganadora en Berlín del último festival previo a la pandemia, ha recalado en la 65ª Semana Internacional de Cine de Valladolid (Seminci), donde ha concursado junto a otro filme iraní, The wasteland, en este caso del novel Ahmad Bahrami, y a Minari, del veterano norteamericano Lee Isaac Chung.

Rasoulof ha volcado su condición de sociólogo en un filme de extenso metraje: dos horas y media distribuidas en cuatro episodios con protagonistas que adoptan distintas posturas cuando se ven obligados a ejecutar, desde sus diversas responsabilidades laborales o castrenses, las penas de muerte impuestas por los tribunales iraníes.

Las respuestas oscilan entre la normalidad de quien asume con naturalidad su trabajo como verdugo a sueldo del Estado, caso de un modélico padre de familia, hasta quienes sienten unos remordimientos y escrúpulos que les lleva a actuar de una u otra forma con el consiguiente coste moral y personal.

Son militares profesionales o jóvenes que cumplen el servicio militar (casi dos años), sin el cual no pueden obtener un pasaporte, montar un negocio o cursar estudios superiores, y a quienes les obligan a formar parte de piquetes de ejecución para ahorcar a condenados mediante el sistema de retirar el taburete.

Rasoulof interpela así a los ciudadanos que viven bajo un régimen dictatorial y les fuerza, a través de sus personajes, a preguntarse qué están dispuestos a hacer: si asumir y acomodarse a la situación o rebelarse como él mismo ha hecho a través de su profesión y desde dentro de su país, sin querer optar por la vía del exilio.

Las actitudes, con matices muy finos, son variopintas y trenzan, a través de esos cuatro episodios, una película cuyo director no juzga ni prejuzga, sino que se limita a tratar de entender la paradoja de que en su país todos sean, en cierto modo, víctimas y verdugos a un mismo tiempo.

La cartografía humana y social del Irán del siglo XXI la ha completado Ahmad Bahrami (Shahriar, 1972), de la misma generación que Rasoulof pero con un menor recorrido que ahora ha apuntalado con The wasteland, su segundo largometraje.

Una adobera, en medio de una geografía hostil y donde la tecnología más avanzada es la cocción en un horno de gas, es el microcosmos elegido por Bahrami para describir el atlas social y humano de su país en el medio rural.