Cuando alguien que camina por el campo se encuentra con una bifurcación, si no conoce el terreno, suele pensar que el camino correcto que le llevará a su destino es el más ancho de los dos. Cree que es más accesible porque probablemente es el más transitado e, incluso, aventura que por allí podría circular algún vehículo a motor que acudiría en su ayuda en caso de pérdida o accidente. En este momento de duda, nuestro caminante se decide por la ruta más cómoda y aparentemente más segura. Deja a un lado el sendero que, a punto de ser devorado por las zarzas, sirvió para no se sabe qué en algún otro momento. “Seguro que no lleva a ningún lado”, llega a pensar nuestro flâneur.

Los habitantes de los montes del norte de Lizarraldea que conocen sus términos por sus nombres ancestrales, y que recuerdan y repiten anécdotas, verídicas o exageradas, de cada recodo, se encuentran en ese cruce de caminos desde que los rumores sobre la construcción de diferentes polígonos eólicos en sus altos se han convertido en reuniones de las empresas promotoras con sus cargos públicos, y propuestas a particulares que pudieran anteponer intereses cortoplacistas al bien común, que supone preservar el territorio aún no degradado de las afecciones irreversibles que acarreará la instalación de grandes molinos casi del tamaño de la torre Eiffel.

Como en muchas de las grandes ideas que alimentan el progreso, no hay datos que sustenten la necesidad de esos macropolígonos. Navarra consume la mitad de la energía eléctrica que produce. No hay que ser un lince para deducir que esos nuevos, y muchos de los antiguos, molinos eólicos no son más que un gran negocio especulativo de grandes empresas, también dedicadas al otro gran negocio, a veces turbio, de la obra pública. El mercado oligopólico energético y las subvenciones europeas hacen el resto. La descarbonización y la deseable sustitución de las energías fósiles por energías renovables funcionan como la excusa perfecta para un nuevo boom especulativo, que, cuando explote, no dejará una cresta incólume, ni una ladera sin su carretera recta asfaltada. Al cabo de una veintena de años, cuando la vida útil de los molinos se extinga, cientos de esqueletos obsoletos, que habrá que retirar o dejar que se caigan, dominarán nuestros montes.

Mientras tanto, las aves habrán tenido que buscar nuevas rutas de paso, nuestro patrimonio histórico (asentamientos neolíticos o calzadas romanas y medievales) habrá sido amenazado, y será imposible observar el cielo estrellado desde nuestros observatorios astronómicos, ni disfrutar del silencio de nuestros paisajes.

En la historia reciente, cuando los grandes proyectos de obra pública han amenazado el territorio, mucha gente se ha opuesto al criterio utilitarista del cálculo de beneficios y perjuicios. Estos últimos nunca pueden ser compensados con cantos de sirena genéricos y falaces. El cambio climático es lo suficientemente serio como para que no lo banalicemos pensando que nosotros lo vamos a revertir con macropolígonos de molinos y placas solares a costa de nuestro territorio tangible y hermoso. Que no hay que verlo sólo como un recurso. Que hay que cuidarlo y no dejarlo en manos de los brujos de los números.

Por todo ello, un grupo de vecinos y vecinas de Valdegoñi, Lezaun, Gesalatz, Deierri, Mañeru, Zirauki, Artazu, Guirguillano, Echarren de Guirguillano, Argiñaritz… nos hemos organizado para intentar paralizar los proyectos de macropolígonos eólicos actuales y venideros que afecten a nuestros montes.

En la bifurcación hemos elegido el camino poco transitado con la convicción de que no nos perderemos, porque muchos conocen el terreno, y porque todos y todas sabemos que el camino asfaltado nos llevará a la despoblación y a la pérdida de identidad.

El autor es vecino de Guirguillano