Hace unos días, publiqué en mi blog personal una reflexión: ¡No matarás! (https://kristaualternatiba.blogspot.com/2025/09/no-mataras.html). Y al hilo de aquella reflexión, ahora quisiera centrarme en el odio.
Odio… parece ser esta la condición del corazón y la mente de la política mundial y nacional, y dado que la política es, para bien o para mal, el reflejo de la condición de la sociedad, la desconsolada conclusión a la que se llega es que estamos destinados a hundirnos cada vez más en un mar de odio, resentimiento, agresividad y violencia.
El odio, de hecho, genera más odio. Y parece que se confirma lo que dice la Biblia: “Y como sembraron viento, cosecharán tempestad” (Oseas 8, 7). Sin embargo, también puede ocurrir que no se haya sembrado viento y, sin embargo, se coseche tormenta: Gandhi, Martin Luther King… son algunos ejemplos trágicos.
El odio parece una pasión destructiva que impregna la historia desde siempre: Caín mata a Abel, Sócrates es asesinado por los demócratas, Jesús por los teócratas, guerras sin fin, impulsos atávicos de venganza: y el siglo XX, definido como “el siglo de los genocidios”, se repite sangrientamente en nuestros días.
Pero, ¿qué papel desempeña el odio en la estructura del mundo? ¿Es estructural, es natural? ¿O es superveniente y antinatural? ¿Cuál es la relación del odio con la lógica de la vida en el mundo?
Y quiero creer que el odio no es natural, sino que constituye una patología y que, por lo tanto, su disolución es una curación.
¿De qué constituye una patología el odio? De esa condición estructural que Heráclito llamaba polemos, cuando escribía que “el conflicto –polemos– es padre de todas las cosas y rey de todas”. A esta famosa afirmación añadía la conciencia complementaria de la armonía, aún más fundamental para el antiguo filósofo: “De los elementos que discuerdan se obtiene la más bella armonía”.
Heráclito fue de los primeros en Occidente en subrayar la condición conflictiva que estructuralmente inherente al ser y que, sin embargo, lejos de conducir a la nada, produce la armonía de la que se generan los seres, la vida, la inteligencia, la cultura.
¿Por qué entonces predomina tanto el odio en la vida política y social de nuestros días?
Yo creo que la respuesta hay que buscarla en esta línea: la mayoría de nosotros estamos espiritualmente enfermos, y lo estamos porque nuestras sociedades están a su vez espiritualmente enfermas, ya que han perdido todo referente ético y valorativo que pueda imponerse a los sujetos y dirigir su actuación.
Heráclito lo veía claro: en la naturaleza existe el conflicto ya desde la condición de la materia, los astrofísicos hablan significativamente de galaxias caníbales y de voraces agujeros negros. Si pasamos a la biología, la situación se vuelve aún más inquietante porque entra en escena la sangre, elemento de la vida y, al mismo tiempo, de la muerte.
Pero atención: en las estrellas, en los agujeros negros, así como en los animales que luchan por la vida alimentándose de la vida ajena, no hay odio.
El león no odia a la gacela, la gacela no odia a la hierba. En el mundo natural no hay odio, porque el odio es una patología de la mente evolucionada; más precisamente, de la mente humana que se enfrenta al conflicto inherente estructuralmente al ser y que no sabe dominar, sino que se convierte en su víctima. La mente que domina el conflicto lucha contra su adversario, pero no lo odia; la mente dominada por el conflicto, en cambio, lo odia.
En el primer caso, se quiere derrotar al adversario, pero no aniquilarlo, y esto se debe a que se siente que el adversario es, en realidad, parte de nosotros, en el sentido de que sin él nuestra propia identidad no sería lo que es: como la izquierda no sería sin la derecha, los ateos sin los creyentes…
El odio, en cambio, quiere aniquilar. Y en su furia cegadora que lo vuelve ignorante, no comprende que la aniquilación del enemigo supondría también la desaparición de su propia identidad, que sin el enemigo ya no tendría el polo opuesto en función del cual determinarse.
El odio es una enfermedad, una patología del espíritu: no en vano, el judaísmo, el cristianismo y el islam consideran que Satanás es un ángel caído, y el ángel es puro espíritu.
Cuando la libertad enferma y pone la conciencia y la creatividad al servicio no de la responsabilidad sino de su contrario… encontramos la facultad y el poder de la destrucción.
Así se produce la maldad, es decir, la voluntad lúcida de hacer el mal. Esa voluntad malvada puede dirigirse a una persona, a un grupo, a un pueblo, a una institución, o bien estar dirigida al mundo en general y llevarse a cabo por el mero placer de hacer el mal, por el gusto sádico y perverso de infligir sufrimiento y muerte.
Normalmente no se piensa que el odio sea una patología; al contrario, se contrapone al amor como una fuerza de igual y opuesta potencia. No solo eso, sino que incluso se cree que el odio ayuda a comprender mejor que el amor, ya que está dotado de una lucidez envidiable.
¿El odio es fuerte? Por supuesto, el odio es fuerte, a veces muy fuerte. Pero también lo es el cáncer, las células cancerosas pueden ser mucho más vitales que las células sanas, son muy voraces, violentas, agresivas. Pero, ¿cuál es el resultado? La muerte del organismo y, por lo tanto, también la suya, es decir, la máxima impotencia.
Llegados a estas alturas seguramente no se trata necesariamente de ser buenos al elegir rechazar el odio. Se trata más simplemente de ser inteligentes: de comprender la lógica que nos ha llevado a la existencia y de conformarnos a ella.
Por eso, eliminar el odio en nuestro interior, manteniendo el conflicto pero sin odiar, significa permanecer sanos. No solo por benevolencia hacia los demás sino como gran gesto de cuidado hacia uno mismo.
Liberarse del odio, manteniendo el conflicto pero aboliendo la voluntad destructiva, es lo que necesitan nuestras mentes y nuestras sociedades para volver a producir una política como verdadero servicio al bien común.
Y no hace falta decir cuánto necesita nuestro mundo ese renacimiento.