Más allá de la desorientada travesía de un jubilado británico en un Benidorm de zombies matinales y enloquecidos noctámbulos, todo de lo que se nos habla en esta película repite un mismo nombre propio. El de su realizadora, guionista, cámara y directora de fotografía, Isabel Coixet. Todo en Nieva en Benidorm, salvo algunas concesiones estéticas al sello Almodóvar, recita los principales estilemas de una Coixet que en 1988 presentaba su primer largometraje: Demasiado viejo para morir joven. Coixet tenía en aquel momento 28 años. Hoy, meses después de celebrar su sexagésimo cumpleaños, estrena Nieva en Benidorm, un filme que, como siempre en alguien que disfruta con el cine, que sabe de cine y que vive para el cine, se arma hasta los dientes con abundantes y reconocibles guiños metacinematográficos.

Cuando, ocho años después de su debut, pudo sobreponerse a algunas corrosivas críticas que dictaminaban su incapacidad para esta profesión, Isabel Coixet disfrazó su querencia por las historias románticas con el toque distante de rodar en inglés. Ese punto de distancia y una exitosa trayectoria como creadora de anuncios publicitarios, estableció los dos referentes sobre los que ha levantado una veintena larga de largometrajes, episodios de televisión e incluso alguna incursión en el mundo del documental.

A veces, sus creaciones han resultado conmovedoras. A veces, se han perdido en un desconcertante sentido de lo estrafalario. Eso acontece porque Coixet posee una inclinación nada reprimida hacia lo singular. Alguien que bautiza a su productora como el picante japones, Wasabi, o que pasa del discurso lúcido y racional, a la salida de tono y a una gestualidad excesiva, no juega con cartas convencionales.

Podrá ser mejor o peor entendida. A menudo, sus hipérboles abruman, hasta pueden repeler, pero esa misma tendencia a no frenar los impulsos hace que, en ocasiones, en su cine se palpen sentimientos y actitudes como ningún otro cineasta de su generación sabría transmitir.

En sus primeros años, Coixet se reflejaba en Hal Hartley, un cineasta neoyorquino al que pocos recuerdan hoy pero con quien identificábamos en los años 80 y 90 un tipo de producción indie ajena a los dictados del cine comercial. Sus historias, como las de Isabel Coixet, preferían hablar de relaciones humanas y no querían saber nada del cine de fórmula, de la risa fácil ni del cine engaño. Ahora, en Nieva en Benidorm, a Coixet se le nota todo lo que ha recorrido. Carga con su propio cine y con el de quienes le gustan o le influyen, desde Jarmusch a Orson Welles.

Es en Orson Welles en quien piensa esta trama argumental deudora de El tercer hombre y agradecida a Ciudadano Kane, porque, y sin desvelar el secreto, esa nieve de Benidorm a la que alude el título se abraza al misterio de Rosebud, el filme iniciático de Orson Welles al que ahora Fincher acaba de pegar un pellizco.

En Nieva en Benidorm sobrevuela una hermosa historia de amor, una sensible y poética manera de narrar, una gramática cinematográfica con sed de autenticidad y un puñado de "coixetadas", esas salidas de tono que dejan al público sin explicación posible. En Nieva en Benidorm, la directora catalana había fabricado un guión soberbio. Hay personajes con entidad, un viaje iniciático, una relación más sensual que sexual y un encuentro de dos veteranos que no son demasiado viejos para el amor. Coixet además nos regala con algunos subrayados sugerentes. Al mismo tiempo, su inaudito e incomprensible sentido del humor, como si un japonés contase chistes de Lepe, incorpora personajes, secuencias y descosidos que quiebran por completo el poderoso magnetismo que desprenden sus principales personajes con el fondo enloquecido de un Benidorm mezcla de humor amarillo y diletante erudición.