El catalán y premio Cervantes Eduardo Mendoza ha tenido a lo largo de su carrera dos personajes que le han hecho la vida más fácil. Su detective anónimo y alter ego y Rufo Batalla, el hombre que sin llegar a ser él ha navegado por los mismos acontecimientos que Mendoza, ha vivido instantes vitales del siglo XX y ha viajado a los mismo lugares. Con esta novela cierra la trilogía Las tres leyes del movimiento, formada por El rey recibe, El negociado del yin y el yang El rey recibe, El negociado del yin y el yangy Transbordo a Moscú. Confiesa que ha vivido holgadamente de la profesión y que es un hombre aburrido que espera con la ilusión de un niño la final de Copa entre el Barça y el Athletic, sus dos equipos del alma.

Quiero quejarme. Ha dicho que esta novela va a ser la última.

—Ja, ja, ja... Estaba pensando dejar la novela de lado. Es que he escrito ya 18. Ya está bien, ¿no? No sé ni cómo se me han ocurrido tantas cosas. Yo mismo estoy sorprendido de todo lo que he escrito.

Usted saca sonrisas y carcajadas. ¿Quién lo va a hacer ahora con el panorama que vivimos?

—Alguien vendrá, hay otros escritores. Hay que dejar paso. Está llegando una generación de escritores jóvenes muy interesantes. Seguro que el agujero lo llenan ustedes enseguida. Hay muy buenos autores.

¿A qué se va dedicar?

—Ese es el problema. A pesar de que digo que me voy a retirar y que tengo edad de jubilarme, sigo con las mismas ganas de cuando tenía 20 años. Lo vamos a dejar, al final, igual me arrepiento.

¿Quién es para Eduardo Mendoza Rufo Batalla?

—Es un personaje de ficción que me sirve de emisario de mis ideas, de mis vivencias...

¿Alguien a quien utiliza para decir lo que quiere?

—Pues no sé. No tiene nada que ver conmigo, ni siquiera tengo la actitud vital que tiene él. Soy menos afortunado que él, pero más emprendedor. Rufo se sienta y le caen las cosas en las manos, a mí no me ha pasado así. Tiene opiniones parecidas a las mías. Ha compartido las mismas vivencias, los mismos lugares geográficos, las mismas ciudades, los mismos acontecimientos.

¿Una forma de contar sus memorias sin llamarlas memorias?

—Sí. Pensé en un momento dado en que podía escribir unas memorias, no porque mi vida fuera muy interesante, pero sí eran interesantes los momentos que había vivido. Al final pensé que no era un estilo que me iba. Entonces se me ocurrió novelar este recorrido por la segunda mitad del siglo XX.

Se queda a las puertas de 2000. ¿Por qué no ha querido entrar en el siglo XXI?

—Descubrí que al acabar un siglo y empezar otro, las cosas cambiaban completamente. A partir del 1 de enero de 2000 las cosas fueron muy distintas.

¿De qué siglo se siente?

—Soy un hijo del siglo XX. En el siglo XXI me siento un invitado a la fiesta, pero a la fiesta que están dando otros. No porque me considere viejo o joven, activo o pasivo, sino porque me formé con un lenguaje y ahora el lenguaje ha cambiado. Es el siglo de las redes sociales, de la comunicación global. Yo soy del teléfono fijo, de la cabina telefónica, de la conferencia; de la carta con su sobre, su sello y su retraso de entrega. Yo nací en un tiempo en el que no existía la televisión.

¿En qué acontecimiento del siglo XXI metería a Rufo Batalla?

—Creo que el acontecimiento más importante ha sido la aparición del teléfono móvil. Este artefacto que estamos utilizando en este mismo momento y que usamos a todas horas para todo. Sin el móvil parece que no podemos vivir ya. Si nos quedamos sin cobertura, nos sentimos como unos huérfanos y estamos aislados como Robinson. Por eso me quiero retirar, caramba. No se me ocurre qué hacer con el siglo XXI.

Viendo a los políticos en el Parlamento de Madrid me he acordado de 'Riña de gatos', un cuadro de Goya, y el título del libro con el que usted ganó el Premio Planeta.

—Bonito cuadro. Es muy representativo. Ja, ja, ja... Es un título acertado. Es un fenómeno contemporáneo que en los parlamentos, en vez de discusiones, lo que haya sean enfrentamientos personales. Es una triste realidad.

Dicen que esta pandemia ha quitado la máscara a la política y ha desnudado a los políticos frente a sus votantes.

—La máscara de la política se había caído antes de la pandemia, se había caído hacía ya un buen rato. No hay un sustituto de la democracia digno de ser considerado, cualquier alternativa me parece mucho peor. A principios del siglo XX se vivió una situación parecida y se esperaba la llegada de un gran dirigente que pusiera orden. Resultó que estos dirigentes fueron Hitler, Stalin, Mussolini y Franco. ¿Qué le parece?

Un horror, por supuesto. Rufo Batalla es un desencantado de la izquierda, ¿usted también?

—Desencantado no puedo decir que sea. La izquierda no tenía la obligación de causarme una buena impresión. Creí, igual que la mayoría de mi generación, que había unos movimientos progresistas que buscaban la justicia. Luego se quedaron en nada. Existe una izquierda testimonial y una actitud, pero la fuerza que tenía en la calle ha desaparecido. Los que estuvimos viviendo a la sombra de la izquierda nos hemos quedado, más que desencantados, huérfanos.

¿Qué ha hecho con el detective sin nombre de novelas como 'La cripta embrujada' o 'El laberinto de las aceitunas'?

—Creo que lo vamos a dejar en una plácida jubilación. No tengo por ahora intención de recuperarlo. Pero ya le digo que no me quiero comprometer a nada.

Parece usted un político, nada de compromisos.

—Ja, ja, ja... Me he comprometido tantas veces y luego he tenido que rectificar. Cuando termino un libro siempre dejo un periodo de barbecho. A lo mejor, dentro de un mes o dos meses se me ocurre una idea y ya no me puedo dormir y me pongo a trabajar en ella.

¿Cree que estamos en una época propicia para sentirnos casi desnudos, como su detective sin nombre cuando abandonó en calzoncillos el psiquiátrico?

—Ja, ja, ja... Todas las épocas tienen situaciones en las que de repente, nos sueltan en un ambiente que no entendemos muy bien y donde hay unos códigos que no dominamos y sin más recursos que los que se nos ocurren en cada momento. Este detective sí que es realmente mi alter ego. Siento que me van a preguntar: ¿Qué haces aquí? Y sé que no voy a saber qué contestar.

Me cuesta imaginarme a Eduardo Mendoza en calzoncillos por las calles de Barcelona.

—Mejor no se lo imagine literalmente. Ja, ja, ja... Procuro salir en condiciones a la calle. Pero moralmente todos vamos un poco en calzoncillos por la calle en determinadas situaciones y la verdad es que hay muchas situaciones para sentirse en esas condiciones.

¿Se imaginaba que iba a tener esta trayectoria cuando peleaba porque le publicaran 'La verdad sobre el caso Savolta'?

—Jamás pensé que las cosas me fueran a ir realmente tan bien. Cuando peleaba porque alguien me leyera aquel manuscrito, muy voluminoso por otra parte, las cosas funcionaban de una manera muy diferente. Se publicaban muy pocos libros y los libros tenían una vida muy larga. Lo compró una editorial y tardó dos años en publicarlo. Luego pensé que podía vivir de escribir con un poco de suerte. Estoy muy agradecido a la suerte. He podido hacer lo que a mucha gente le gustaría: vivir de lo que me gusta y que me paguen, y que no me paguen mal. He vivido holgadamente.

Después de esta primera novela, un éxito absoluto, cambia radicalmente de género con 'La cripta embrujada'.

—Con La verdad sobre el caso Savolta tuve un éxito para el que no estaba preparado. Se vendió muy bien, me dieron el Premio de la Crítica y yo me quedé anonadado. Ese éxito, si se le puede llamar así, me dejó sin opciones y pensando: ¿Ahora qué hago yo? Si hago lo mismo, me dirán que me repito y si hago algo distinto, dirán que lo que les gustaba era lo otro.

Y se salió por la tangente, el humor sarcástico.

—Me eché a la piscina sin saber qué iba a pasar. También tuvo éxito y descubrí que era un registro que podía practicar con gusto. Así que de vez en cuando me he ido de juerga con mi detective sin nombre. En muchos sitios, lo único que se valora de mí es el detective. Hay países que no quieren traducir las otras. Me he divertido mucho escribiendo, pero...

Ahora piensa dejarlo. Dígame, ¿qué vicios tiene una persona como usted?

—¿Confesables?

Si me quiere contar alguno inconfesable, no hay inconveniente.

—Ja, ja, ja... Es que no tengo de ninguna clase, soy una persona muy aburrida. No bebo, no juego, no consumo sustancias de ningún tipo y estoy casi retirado de todo. Eso sí, soy aficionado al fútbol y a la buena comida.

Barça versus Athletic. Supongo que sus apuestas serán por el equipo azulgrana.

—Apostar, no sé. Es un partido que espero con ilusión, son mis dos equipos más queridos.

¿Me está dorando la píldora?

—Le juro que no. El Barça son mis colores, pero he ido mucho a San Mamés a ver al Athletic. Vale sí, parece que le estoy dando coba, pero es la verdad. Bilbao es uno de mis segundos hogares.