La inquieta Yerbabuena sigue husmeando en la mente humana, en sus grandezas y en sus miserias. Nos ofrece extraños escenarios, utensilios diversos, situaciones extremas, algunas bastante herméticas, incluso algo sórdidas, aun cuando la luz –una bombilla- se introduce en su cuerpo; pero siempre recupera lo esencial de su arte: ese taconeo prodigioso y baile flamenco que salva al espectador de las incógnitas que la propia artista plantea. El espectáculo Re-fracciones, presentado en Baluarte me pareció más discontinuo que en otras ocasiones, aún teniendo momentos de gran plasticidad, –el fragmento procesional a modo de Dolorosa–, hay otros con recursos bastante discutibles, –el tozudo espejo final recorriendo molestamente su figura–. En su anterior propuesta, Al igual que tu, fue el bailarín Fernando Suels su partenaire; en esta, se pone en manos de Juan Kruz, coreógrafo que, como un cruel y exigente maestro, asume el rol opresor de la protagonista, del que al final se libera por el baile. Juan Kruz, con una figura estatuaria e impositiva, está en el proscenio, a talón bajado, mientras el público se acomoda. Su ademán autoritario le lleva a elegir el vestido de la bailaora, que condicionará su estado de ánimo. Se hacen largos esos diez minutos primeros, lentos en el ademán, que ya no aportan expectación. La luz es fría, el entorno –con los cantaores y guitarrista en círculo negro– es tenebrista. Y Kruz sigue vigilándolo todo. Ella trata de sacudirse esa influencia y baila y exhibe su inagotable arte, su taconeo enrabietado (a lo Carmen Amaya), su inconfundible movimiento de brazos, con los que consigue aflamencar gestos cotidianos de llevar y traer, de ir y venir por la vida. Surgen los primeros aplausos del público. Visualmente impecable. Musicalmente, todo queda algo distorsionado por la excesiva amplificación. Por supuesto que hemos admitido la amplificación porque lo que era íntimo de tablaos se ha trasladado a grandes teatros; pero no hay que exagerar. En este caso, al principio no se distinguía el timbre y color de voz de los cantaores (tres); y el taconeo también resultaba excesivamente metálico, muy abierto; en el caso de José Manuel Oruco, como un enorme chasquido, (quizás se pretendía eso).

La segunda parte fue la más experimental y “performativa”. Inquisición hasta el acoso por parte del maestro (Kruz) a la bailarina; violenta disciplina hasta la extenuación; sumisión hasta el extremo de no poder más y ser arrastrada como una dolorosa que cae, exhausta, en la negrura. Hay impactos visuales, como el de los giros de bombilla que se introduce en el cuerpo; el dúo abrazado, que luego se separa; el baile con la bata de cola, de la que más que disfrutar, parece querer desembarazarse. Pero, en general, toda esta parte es esa en la que el público se pregunta a cada paso: “¿qué habrá querido decir…? A lo que Eva suele responder, “lo que a cada uno le sugiera”. Eso si, hay hermosos momentos sosegados en la voz y viola de gamba de P. Almalé (aquí la amplificación más comedida).

Al final, como un ave fénix, vuelve el baile, pero, a mi juicio, queda un tanto desdibujado por el empeño de seguir a la bailaora con el reflejo de un espejo. A veces, un estorbo para su magnífico arte. Pero bueno, con Eva, ya se sabe, siempre habrá preguntas y discusión. Esa es su otra baza. Se lo puede permitir, porque su danza deslumbra.