El actor irlandés Gabriel Byrne (Dublín, 1950) visitó el Zinemaldia ayer por primera vez. Es el protagonista de Dance First, de James Marsh, la película de clausura en la que interpreta al reservado Premio Nobel Samuel Beckett, autor de clásicos como Esperando a Godot. En su juventud Byrne inició estudios de Arqueología, pero acabó abandonando la carrera para dedicarse a la actuación. Llegó a protagonizar películas como Muerte entre las flores, que se hizo con la Concha de Plata del Zinemaldia en 1990, Sospechosos Habituales (1995), Mujercitas (1994), Hereditary (2018) o exitosas series de televisión como En terapia (2008-2010). Byrne, siempre crítico con la industria hollywoodiense, charló con este periódico sobre la desaparición del cine como experiencia comunitaria, sobre su pasado en Dublín y también sobre los abusos sexuales que sufrió a la edad de once años por parte de la Iglesia Católica durante su formación en el seminario, recientemente relatados en sus memorias.

Si tuviese que rodar una película sobre su vida, es decir, la historia de un estudiante de Arqueología que acabó convirtiéndose en uno de los actores más respetados de su generación, ¿con qué escena la iniciaría?

–Con una escena en el cine. Sentándome en el cine en Dublín, en una época en la que había una sociedad católica muy represiva. No fue un periodo de mucha alegría. La Iglesia Católica tiene una manera de restar alegría a las cosas. El cine, por su parte, permite que la imaginación pueda volar. Cuando salía de la sala, enfrentándome a la lluvia de Dublín, me preguntaba: ¿Por qué no puedo llevarme esa magia del cine a la calle? Para mí hoy todavía es un shock trabajar como actor. Podía haber llegado a esta edad siendo un profesor jubilado veraneando en Benidorm, pero estoy aquí, en el Zinemaldia (ríe).

Lleva muchos años en la industria del cine, alternando papeles en Europa con Hollywood. No obstante, parece que se ha alejado de Los Ángeles.

–La gente se está americanizando cada vez más. No me refiero sólo al idioma, sino a la manera de ver el mundo. Eso es algo que está directamente relacionado con las películas. Te garantizo que si ahora fuésemos a un cine de la ciudad, la mayoría de películas programadas serán estadounidenses. En cambio, sería muy difícil encontrar una película de aquí o de cualquier rincón de Europa en la cartelera estadounidense. Lo que esto significa es que estamos absorbiendo los valores americanos, su política, su historia y su perspectiva con respecto al mundo. Por eso, lo importante es que no tengamos que depender de su industria cinematográfica, ni de su sistema de distribución. Pero es más, tampoco se debería localizar una película en Europa, en París por ejemplo, para desarrollar allí una película americana. Es importante que cada país consiga expresar su propia voz.

En el caso de Irlanda, una película con propia voz que fue muy exitosa fue ‘The quiet girl’, largometraje, además, filmado en gaélico irlandés, idioma del que usted llegó a ser profesor.

–Hubo más que fueron exitosas. La cuestión es que en EEUU hay un prejuicio contra el cine europeo, pero el cine, como sabemos, es universal, no tiene un idioma. El cine se sustenta, principalmente, sobre imágenes. Recordamos mucho más lo que vemos, que lo que oímos.

De cualquier modo, la industria del cine ha cambiado mucho con la llegada de las plataformas.

–El cine como lo conocemos puede que esté en sus últimos días. Hubo un tiempo en el que la gente hacía cola para ver la última propuesta de Bergman o de Fellini, pero ahora la gente ve las películas en un ordenador, en una tablet... Recuerdo que Scorsese se lamentaba de que el público veía sus últimos trabajos en trayectos de tren, utilizando los móviles. La idea de estar en una habitación oscura, compartiendo una experiencia emocional, ha pasado ya. Ahora hay una oferta que supera las 500 cadenas de televisión y a la gente joven le ha dejado de interesar el cine.

De hecho, los beneficios del cine comienzan a representar un porcentaje pequeño en la cuenta de resultados de algunos históricos estudios.

–Es cierto. Siendo así, ¿a dónde va a ir la industria? Especialmente ahora con la aparición de la inteligencia artificial, con la que los estudios están intentando deshacerse de los escritores y guionistas para hacer libretos homogéneos. Cannes y Toronto no tanto, pero los festivales medianos como el Zinemaldia son muy importantes para el cine independiente.

En ‘Dance First’ interpreta a Samuel Beckett. Usted que empezó en el teatro, ¿llegó a conocerle?

–No le conocí personalmente, aunque conozco a gente que sí lo hizo. Decían que era un hombre sencillo, muy gracioso, pegado a la tierra. Pero luego está el mito sobre él. De alguna manera, otros como James Joyce, Eugene O’Neill o Bernard Shaw se convirtieron en figuras más universales que Beckett. Todos tuvieron que irse de Irlanda para convertirse en grandes artistas. Sobre todo, huyeron de la Irlanda católica que es tan sofocante.

Después de meterse en su piel, entre esa figura mítica y la real, ¿con cuál se queda?

–No creo que hubiese podido escribir como lo hizo si no hubiese sido un hombre que sufre, muy humano y muy emocional. La forma dramática que encontró para escribir supuso una gran aportación para la literatura. La gente comete el error de pensar que Beckett es frío y desesperante, pero no es así. Cuando ves distintas representaciones de sus obras, te das cuenta de que no abordó cuestiones como el amor o la alegría. Es cierto que se perciben como frías, pero la realidad es que había mucha verdad en ellas. No hay deseo de escaparse de la realidad, que es lo que significa ser humano. Nacemos solos y morimos solos. Siempre tenemos un pie en la tumba.

En ‘Dance First’ interpreta a dos versiones de Beckett que, en apariencia, son la misma, pero también muy distintas.

–Todos tenemos un ser privado y otro público, son los dos Beckett que interpreto. A veces, aunque quieras que se calle, la voz interna no lo hace. Generalmente, la voz interna es crítica con el aspecto público. Si hiciésemos lo que tenemos en la cabeza nos detendrían y nos llevarían a un manicomio.

Hablando del aspecto privado y público, en sus memorias publicadas recientemente, anunció que de joven, durante sus estudios en el Seminario, recibió abusos por parte de un sacerdote. ¿Le mereció la pena el esfuerzo de contar algo tan duro de forma pública?

–Era algo que no quería contar, para nada. Pero hablé con un antiguo compañero de clase, que también sufrió abusos sin yo saberlo. Resulta que fuimos muchos los que lo padecimos. Él había guardado ese secreto durante 48 años. De hecho, atendió mi llamada en su garaje para que su mujer no le oyese hablar sobre ello. Entonces, aunque no quería hacerlo, pensé que era algo de lo que tenía que hablar. Ahora tampoco quiero hacerlo, pero, por desgracia, es la verdad y, a veces, hay que contar la verdad, sean cuales sean las consecuencias.