Se dice pronto dos años y ocho meses encerrados en un camarote de reducidas dimensiones y en silencio, con un ventanuco en el tejado desde el que se veía únicamente el cielo y como exclusivos seres vivos a las gaviotas de Amsterdam. Así vivieron las últimas etapas de sus vidas dos matrimonios, sus tres hijos jóvenes, y un adulto más. En el exterior, las tropas nazis prestas a cazarles por el simple hecho de ser judíos.

Ana Frank nació el 12 de junio de 1926 en Francfort del Main, ciudad alemana en la que vivió hasta que los nazis llegaron al poder. Tenía siete años cuando parte de su familia, viendo la conducta del nuevo régimen con respecto a la raza judía, decidió escapar a Estados Unidos y Suiza. Los únicos que permanecieron en Alemania fueron Otto Frank, su esposa Edith Holländer y sus hijas, Ana y Margot. Nunca creyeron que la situación se prolongara tanto.

Ana Frank apoyada en su mesa de trabajo.

Cuando la persecución se hizo extremadamente peligrosa, Otto optó por trasladarse con los suyos a Amsterdam, donde había una numerosa colonia judía con gran poder social y económico gracias al comercio de diamantes. El nuevo acomodo no resultó difícil, sobre todo para las dos adolescentes que continuaron sus estudios, con las ilusiones propias de sus pocos años y ajenas por completo a la amenaza que se cernía sobre ellas. Ana era una chica muy sensible que iba a trancas y barrancas en los estudios, sobre todo en Matemáticas y Literatura, dos asignaturas a las que tenía verdadera tirria.

El 10 de abril de 1940 se silenciaron los organillos callejeros de Amsterdam y en su lugar se escuchó el marcial sonido de las claveteadas botas del ejército alemán. Se había producido la invasión del país. La situación se fue agravando y las redadas de judíos se pusieron a la orden del día.

Otto Frank buscó refugio en un edificio de su propiedad situado en Prinsengracht 263. Constaba de un sector frontal que daba a un canal y era ocupado por los trabajadores de su empresa y el segundo, en la trasera y prácticamente en desuso, se utilizaba como almacén. En uno de sus poco frecuentados pasillos del piso superior estaba la entrada al camarote del edificio que Otto ocultó con una estantería de viejos archivadores a la que dotó de unos goznes y una cerradura interior. En esa guardilla, y sin que nadie se apercibiera de ello, Otto realizó algunas modificaciones para poder habilitarlo como vivienda en caso necesario.

Estantería que escondía la entrada al camarote.

Estantería que escondía la entrada al camarote.

Ese día llegó el 6 de julio de 1942. Tomó a su esposa e hijas y se dirigió al escondite. Más tarde se unieron a ellos el matrimonio Van Daan, su hijo Peter y el señor Dussel. Sólo las dos personas que les llevaban la comida estaban en el secreto. A partir de ese momento se dictaron unas reglas de convivencia para soportar el encierro con cierta seguridad.

Era preciso evitar todo tipo de ruidos, de forma que sus actividades eran siempre silenciosas y a ser posible nocturnas. La vida social de aquellas ocho personas se reducía a ganchillo, lectura, pintura… y ver volar a las gaviotas desde el ventanuco como único signo de libertad. Cada uno de los ocupantes tuvo que hacer acopio de su inventiva y de su capacidad para entretenerse.

Algunos días festivos, cuando no trabajaban los operarios, bajaban al taller para escuchar la información que daban las emisoras de radio aliadas. Con los datos obtenidos, Otto Frank subía a su habitación para marcar el avance de los aliados en un mapa de Normandía que tenía claveteado en una de las paredes de su habitación. “Tenía tanto miedo de que alguien pudiera oírnos, que le supliqué a papá que volviéramos arriba”, escribió Ana el 11 de julio de 1942.

El mundo de Ana Frank

Para Ana su habitación era su mundo particular donde dormía y se permitía ilusionarse como cualquier adolescente de 16 años. Todo cabía entre las cuatro paredes de una reducidísima estancia. Su escape imaginativo lo encontraba en el diario que escribía para sí misma, sin esperanza de que aquellos renglones los leyera alguien. Simplemente lo hacía por matar un tiempo en el que se aburría soberanamente. 

Algunas veces, el sonido de las ráfagas de ametralladora que se disparaban en las calles rebotaba en las estrechas casas del barrio y se escuchaba desde el ventanuco que daba al tejado en la habitación de Peter. Para los encerrados, habituados al ostracismo y al silencio, aquello constituía la noticia del día aún a sabiendas de lo que significaba. 

Ana, que era muy aficionada al cine, pegaba en tableros de corcho adheridos a las paredes los recortes que hacía de las revistas de cotillero que a veces le llevaban con la comida. De esta forma, su imaginación volaba en torno a los intérpretes que entonces estaban de moda. En uno de los paneles fijó los rostros de Diana Durbin y Robert Stack en la película “El primer amor”, realizada en 1939 por Henry Koster. ¿Fue Stack su actor favorito? En realidad, se trataba del primer trabajo del norteamericano y como tal fue sometido a una notoria campaña publicitaria en todo el mundo. Mucho más tarde se haría popular protagonizando la serie de TV “Los intocables”.

En otro tablero de la misma habitación aún se conservan recortes de fotografías de Rudy Vallée, Norma Shearer aún con la fama que le dieran “Romeo y Julieta” y “María Antonieta”, Sally Millers abrazada a un niño en una película de RKO, Greta Garbo, Ray Milland, Ginger Rogers, Lili Boumeister protagonista de “En alguna parte de Holanda” y el actor alemán Heinz Rühmann, muy famoso en aquel tiempo gracias a sus comedias musicales.

La habitación de Ana, con las paredes llenas de fotos.

Ana fantaseaba recordando una y otra vez las últimas películas que había visto. Evocaba con Margot aquellas gloriosas tardes en que asistían con sus padres al Tuschinski, en la Reguliersbreestraat, para ver las mejores películas que se proyectaban en Amsterdam, y papá Otto les compraba golosinas en el foyer.

La menor de la casa repetía los momentos de gozo vividos en la sala oscura viendo films de aventuras, identificándose con las heroínas, admirando a sus actores favoritos y discutiendo con Margot sobre quiénes eran los más atractivos. Todo aquello echaba de menos. Sólo quedaban los recuerdos y, en el mejor de los casos, recortes de las revistas. 

Sin embargo, hay algo que me ha llamado la atención de la habitación: los retratos de las princesas Margarita y Elizabeth de York, un dibujo de Leonardo da Vinci y otros de monos, fresas y un papagayo.

Descubierto el refugio, acabó muriendo de tifus en un campo de concentración

Mientras, su padre miraba y remiraba las señales que iba haciendo en el marco de la puerta de su habitación indicando el crecimiento de sus hijas. Para él significaban mucho más que el calendario donde tachaba los días pasados en el encierro.

Así permanecieron dos años y ocho meses, tiempo suficiente para que el aburrimiento se hiciera patente en los ocupantes. Los refugiados hacían su vida de noche y dormían de día para que ningún ruido llegara a los trabajadores de la otra parte de la casa, sobre todo en lo referente al uso de cañerías de agua.

Detención y muerte

La casa sufrió varios registros, frutos de chivatazos dados de forma imprecisa. En todos ellos no encontraron indicio alguno de vida en el edificio. Pero el 4 de agosto de 1944, miembros de la Feld Polizei, con datos más precisos facilitados por el soplón de turno, fueron directamente a la puerta-estantería, la hicieron girar y descubrieron el camarote. 

Todos los refugiados fueron detenidos y enviados a campos de concentración donde murieron a excepción del patriarca Otto Frank. Ana y Margot fallecieron en Bergen-Belsen víctimas de tifus dos meses antes de la liberación de la prisión.

Permaneció escondida con su familia dos años y ocho meses en una guardilla de Amsterdam

El diario que Ana fue escribiendo durante su permanencia en el escondite fue encontrado por Miep Gies, una de las protectoras de los escondidos. Cuando supo que la autora no regresaría, entregó los manuscritos a su padre, quien decidió publicarlos. La primera edición del “Diario de Ana Frank” se publicó en 1947 y desde entonces ha sido editado en 55 idiomas.

He aquí la estremecedora historia de una muchacha que murió a los 19 años con grandes sufrimientos. Su nombre es símbolo en todo el mundo de cómo la ignominia puede llevar a la Humanidad a cometer los actos más vergonzosos. Ana Frank no pudo saborear su vida. En su refugio sólo le estaba permitido toser de noche. Medio millón de personas visitan anualmente el camarote reconstruido en detalle y absolutamente nadie queda indiferente cuando se cierra la puerta-estantería que aún sirve de acceso al escondite.